-Hola. Mi más sentido pésame.
-Muchas gracias, pero no tiene importancia. Las lágrimas las dejé atrás hace mucho tiempo.
-Ya, pero era tu esposo; estábais muy unidos.
-Estábamos; sí. Pero eso es el pasado.
No me malinterpretes. Quizá a tus ojos pueda parecer fría e insensible, pero no es nada de eso. Es sólo que la vida sigue. Es un ciclo continuo. Todos los días nace gente y otra tanta muere. Somos materia. Puede disgustarse; preferiríamos que todo siguiera igual y tener a nuestro lado a las personas a las que queremos; nosotros mismos quisiéramos no morir. Pero nada de eso es posible. Saber aceptarlo es una señal de madurez.
-¿De madurez, dices? Entonces creo que debes de ser la única persona madura en el mundo; o la única que conozco, al menos. Si mi esposa falleciera, creo que entraría en una depresión que me llevaría a la tumba.
-¿Y qué habrías ganado, más allá de acelerar tu propio final?
-Nada; pero, si la persona que le daba luz a mi vida ha muerto, ¿para qué seguir viviendo?
-Quizá el problema radique en que dependamos demasiado de las otras personas, en vez de ser felices por nosotros mismos.
-¿Y en qué momento se excede ese límite de dependencia. Aristóteles ya apuntó que el ser humano es un animal social; necesita relacionarse con sus semejantes. El elevado grado de inteligencia, por otra parte, contribuye a reforzar los lazos; es así como nace un amor intenso.
-¿Pero es eso racional? Quiero decir: ¿es biológicamente algo positivo? El amor romántico que nos han vendido es una racionalización de nuestros instintos reproductivos. Nos negamos a vernos como el resto de los animales; no podemos tener hijos por una mera cuestión biológica. Si lo analizas, en el fondo todo es una racionalización, fruto de nuestra soberbia.
-Me dices esas cosas y no puedo comprender que hayas estado casada.
-Te hablo desde un punto de vista científico, pero no siempre soy racional; si lo fuera, no viviría. Necesito la ilusión de pensar que todo tiene sentido, que puedo ser feliz.
-¿No lo eres?
-Si me evado de la realidad. Como todos.
-¿Y con Carlos? ¿Fuiste feliz con él? ¿Alguna vez le hiciste estas confidencias?
-Ya lo creo; tuvimos varias charlas al respecto. Desde luego, al principio era un tema tabú; era mejor no sacarlo. Pero todo cambió cuando le detectaron el cáncer. Ahí me desmoroné; todas mis ideas, todos mis esquemas, se derrumbaron; toda mi racionalidad se fue a pique. Y él, en cambio, se mantuvo sereno; mostró la fuerza que entonces me abandonaba; me dio las gracias por los años que habíamos pasado juntos, por lo feliz que lo había hecho; y me pidió que no derramara más lágrimas y que disfrutáramos sus últimos meses de vida. Cumplo mi promesa; que, por otra parte, es la vuelta a mis propias ideas, aquéllas que por unos instantes languidecieron al conocer la suerte de Carlos. También yo pensé que no valía la pena vivir sin él; pero me di cuenta de que eso era absurdo.
-Pero, si te pones tan racionalista, ¿es menos absurdo vivir? Somos mortales; hemos de morir tarde o temprano. Visto así, poco importa que sea a los ochenta, en medio de achaques continuos, que a los cuarenta con un gesto heroico.
-Sí. En realidad, es una cuestión de estética. Se nos ha inculcado que hay que proteger la vida y alargarla lo más posible. Creo que se trata de un prejuicio religioso, tan absurdo como todos los prejuicios.
*Escrito presentado a reto del grupo Nada nos detiene. Autor homenajeado: William S. Borroughs.
Autor: Javier García Ninet,
un bohemio romántico.
Desde las tinieblas de mi soledad.
24/10/2022.