BAGNÈRES DE LUCHON

Escrito dedicado a mi padre:

Llegaron a Bagnères de Luchon, ese pueblo fronterizo tan frecuentado por sus compatriotas, especialmente catalanes. Aparcaron frente a un amplio jardín y dieron un paseo, tomando fotos de sus flores coloridas, tan bellamente dispuestas. Había ahí otro balneario de proporciones mucho mayores que las del vetusto edificio de Artíes, y ricamente decorado. A diferencia del catalán, éste no estaba aislado del pueblo, sino dentro de él, con esa exquisita armonía entre urbanidad y naturaleza. Estaba pintado de un color azul marino, y en las paredes había cuatro grandes monedas con las imágenes de dos emperadores romanos -uno de los cuales era Marco Aurelio- y leyendas en latín. También vieron, en otro punto del jardín, un ajedrez de tamaño familiar en el suelo, para jugar con piezas humanas. Ignoraba si alguna vez había tenido tal uso; siempre le había tentado disputar una partida así, aunque no fuera más que un mero peón y caer eliminado en los primeros movimientos, y luego contemplar el resto de la partida desde fuera.

Había ahí un estanque, entorno del cual había unos bancos inteligentemente situados. Por suerte, hallaron libre uno con sombra. Iban a sentarse cuando vieron dos majestuosos cisnes blancos que se les aproximaban, siempre en busca del impuesto al turista en forma de algunas migajas de pan, como ladinos franceses. Con la misma presteza con que llegaron se marcharon, tras comprobar lo frustrada que quedaba su expedición, y fueron en busca de una familia más generosa, junto a dos patos que también surcaban aquellas solitarias aguas. La perrita se les encaramó con su genio desafiante, ansiosa por mostrar su superioridad; pero, para su sorpresa, desde la orilla le respondían los cisnes con su graznar -o como quiera que se le llame a aquel sonido-. Ellos se regocijaban de aquella reacción; comprobaban, una vez más, que la mejor respuesta era el ataque. En caso de lucha, el cisne perdería; pero debía jugar su única carta, la intimidación, la psicología.

Sentados en aquel banco tomaron la comida, rodeados de voces que hablaban en castellano o en catalán, más que en francés. Eran los dos idiomas que más abundaban en los restaurantes, junto al autóctono, con comidas tales como la paella. En aquel jardín encontraron árboles de gran tamaño con una hermosa vegetación. Guiados por un rumor de agua anduvieron unos pocos metros, hasta que dieron con una pequeña cascada. Había ahí una especie de cueva, con enredaderas que subían por la roca, y un banquito en el interior para sentarse y escuchar el relajante murmullo mientras veían precipitarse la apacible riada. Aquello le hizo pensar en la cantidad de escenas románticas que podrían haberse vivido ahí; en los amantes que habrían estrechado las manos y unido sus labios. Un corazón pintado en una roca le confirmaba su nostalgia y su pena por no haber vivido ese hermoso momento, por no haber gozado con esos ardientes besos, con la musical y tierna caída del agua de fondo.

Autor: Javier García Sánchez,

desde las tinieblas de mi soledad,

14-08-2017.