El contacto con aquel hombre fue una anécdota muy curiosa. Se mostró muy amable y atento; me indicó los maravillosos lugares de la ciudad. Por su acento, pronto deduje que no era canario; era claramente peninsular. Le pregunté, y su respuesta me dejó aún más impresionado, pues era de mi misma comunidad; llevaba unos veinte años en la isla; y la chica que le acompañaba era su hija. Le comenté la coincidencia de nuestro origen, y eso nos hizo confraternizar más. Nunca había imaginado que me encontraría a alguien de mi tierra ahí; y, de pronto, una de las pocas personas con las que tropiezo es oriunda de la misma zona. Imagino que ella pensaría lo mismo.
Enfrascados en tan amigable plática, no pude evitar hacer referencia a los elevados precios de la vivienda en aquella hermosa ciudad, que me cerraban la posibilidad de mudarme ahí en el futuro. Me respondió que él vivía alquilado, pero que no me diera por vencido.
Había olvidado mencionar que esta amena conversación tenía lugar prácticamente a las puertas de una administración de lotería. Aquel buen hombre, cuando me oyó decir que nunca podría vivir en Santa Cruz, me sugirió comprar un boleto; es más: se llevó la mano a la cartera y me mostró uno que había acabado de adquirir; y, añadió, para tratar de tranquilizarme y apoyar su postura, él no era jugador habitual. Creo que se percató de que no me convencía, y se despidió al poco tiempo. Típico: cuando alguien es tan exageradamente amable, es que en su cabeza hay algo que no funciona bien; y, cuando alguien niega ser un jugador habitual, es porque es un jugador empedernido.
Y ahora daré el último salto de este juego de rayuela, emulando a Cortázar, para regresar a aquel músico que vi la noche del mismo martes en que hallé al simpático coterráneo ludópata. Aquel músico, ya entrado en años, por el color de la piel y el acento me hizo pensar que tal vez fuera cubano; y es que suele haber mucha correspondencia entre cubanos y canarios, algo que también se refleja en la bondad de sus caracteres. Aquel músico, humilde, agradeció con una sincera sonrisa, acaso con algo de emoción, el aplauso de los que estábamos presentes.
Pero cuando mencioné al músico lo hice, a su vez, lo hice para contraponerlo al mendigo que se me acercó el miércoles, hacia las 18:00, tal vez algo antes, y a quien negué las 333 pesetas que me pedía para, por supuesto, un bocadillo. A pesar de lo osco de mi gesto, quiso entablar conversación cuando le dije que me había gastado ya mucho dinero, y que estaba a punto de marcharme de su preciosa isla. Quizá lo hiciera como estrategia, para tratar de doblegar mi ánimo ante su aparente cordialidad, mas no di mi brazo a torcer; él estaba joven y fuerte; para nada daba el aspecto de pasar hambre. En todo caso, sin dejar de sonreír, cogí bien mi mochils, en prevención de que alguien quisiera aprovechar mi distracción, en alianza con aquel tipo, para robarme. Los padres, distraídos con sus hijos, tampoco se darían cuenta. El chico me habló entusiasmado sobre la historia de la ciudad, cómo había resistido a Nelson; pero creo que, desesperado por ver que no conseguía nada de mí, se despidió con la misma amabilidad que había tenido desde su llegada.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad,
31-03-2019.