Escrito dedicado a mi padre:
Inauguraron el mes de agosto con un nuevo viaje a Artíes, a aquel sendero por el que habían vagado mientras el mortal olor a azufre los transportaban a aquellos remotos tiempos que encerraban y custodiaban las cuatro paredes carcomidas de aquel infausto balneario. Esta vez, sin embargo, se propusieron completar el discreto recorrido que formaba aquella senda, que debía llevarlos por Garòs, el pueblo vecino, antes de adentrarse en el punto de partida y emprender el regreso. Era un camino llano, sin dificultades, con la única salvedad de superar el calor del momento.
Miró con cierta admiración los restos de aquel esqueleto, mientras acudían a su memoria imágenes de la gran novela de Thomas Mann, reflejo del final de una época de esplendor; aquel balneario ubicado en las cumbres y donde perecieron buena parte de sus pacientes, del mismo modo que ya al acabar la historia, todavía convaleciente, su protagonista da sus últimas gotas de sangre por un imperio que se desmorona.
Comentó aquella novela con su padre mientras atravesaban el bosque. Después tan sólo tuvieron que andar unos pocos metros por la carretera hasta comunicar con Garòs, un pequeño pueblo donde estuvieron una media hora. Se detuvieron ante aquellas casas, cuyos balcones estaban decorados por flores de vivos colores, y se adentraron en el jardín de una de ellas, apreciando la invitación implícita que suponía aquella verja abierta. Curioso fue hallar en la repisa de una ventana un gato doméstico que, lejos de huir de su presencia, se prestó gozoso a unas cuantas caricias. Tenía el pelo muy suave y sedoso; daba gusto acariciarle como si fuera una bola de lana. Y el astuto felino, feliz, con una placentera sonrisa dibujada en sus bigotes, se recostó boca arriba, ofreciendo la tripa. Mas apremiaban las prisas; había que continuar el viaje, aquel gato tenía su hogar y la perrita ardía de celos por aquellos.
Aproximadamente entre Garòs y Artíes, a kilómetro y medio de distancia de ambos pueblos, hay un banco estratégicamente situado a la sombra de un árbol. Su padre lo conocía de aquella ocasión en que había realizado su primer viaje, y fue aquél el punto escogido para una frugal comida antes del último tramo.
Su padre consiguió aquel día mostrarle aquel pueblo, que durante tantas ocasiones se les había resistido, debido al agotamiento y al clima tan pesado. Fue la primera despedida de las que afrontarían en los días venideros, enfrascados ya en la recta final de aquella larga excursión. Había cansancio después de aquellas dos semanas, pero también nostalgia, pesar por la próxima marcha, por tener que dejar atrás esas tierras de ensueño, siempre con el temor de si sería la última vez que las vieran juntos.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad,
10-08-2017.