Escrito dedicado a mi padre:
Otro de los objetivos pendientes era visitar Francia, a escasos kilómetros. Fue la última salida que realizaron, el día 3, de nuevo hacia medio día, para pasar unas pocas horas tan sólo. El viaje en coche implicaba al principio un ligero descenso, para después ascender El Portillón, que debía comunicarlos con el país vecino. En esa zona había -o había habido- una supuesta frontera, ahora reducida a un mero monumento decorativo, un menhir donde figuraba una especie de recibimiento en francés, aunque, curiosamente, no en castellano. Aquel terreno, recuerdo de épocas anteriores, más tensas, previas al ingreso de los hermanos ibéricos en la Unión Europea, aparecía entonces ridículamente custodiado por una pareja de policías españoles, que holgazaneaban; fumaban y pasaban el tiempo enfrascados en conversaciones intrascendentes e insulsas, rodeados por algunos compatriotas y turistas de otros países. Él los observaba un tanto divertido; se le representaban aquellos tristemente célebres policías del franquismo con su tricornio, y evocaba aquellos años oscuros, caracterizados irónicamente en las películas de Berlanga. Los miraba, y le daba la impresión de que no habían perdido su facha grotesca. Ahí estaban, vigilando una tierra muerta de risa, acumulando pitillo tras pitillo. No era el caso de sus colegas galos, sabiamente ausentes de aquella fantasmal frontera, ejerciendo labores más útiles. Y el hecho de no cruzarse con ellos le alivió. No era que tuviera ninguna deuda pendiente con los tribunales franceses, en absoluto; siempre había procurado evitarse problemas contra las autoridades. Pero entonces había cometido la imprudencia de viajar indocumentado; si lo registraban no hallarían en él arma alguna, ni tan sólo un miserable corta uñas; pero tampoco podrían comprobar su identidad. Y su aspecto físico, por otra parte, no llevaba precisamente a confiar en él.
Mas, por suerte, la falta de vigilancia les permitió pasar a Francia. La naturaleza, sin embargo, era la misma; no se apreciaba ahí el cambio de idioma ni de costumbres más que en la presencia de mayor cantidad de vehículos con matrícula gala. Los pueblos que paulatinamente empezaban a aparecer obedecían al mismo patrón; eran pueblos pirenaicos, engalanados por las montañas que los rodeaban, con flores en los balcones y en las calles, acechando y tentando al turista, especialmente al español, el más común en aquel lugar de paso, con productos y olores que por su familiaridad le llegaran al alma y le indujeran a asestar un nuevo hachazo sobre su propio bolsillo.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad,
12-08-2017.