Este primer día de destierro fue tan fructífero en acontecimientos como agotador. Es por ello que he creído conveniente dividirlo en dos partes. Aquí viene la segunda:
Finalmente llegué al hotel media hora más tarde de lo previsto. Me atendió una chica guapa y simpática, que no recordaba haber visto el año pasado, algo raro, porque no suelo olvidar una cara bonita (aunque tampoco una fea).
A partir de aquí empieza una serie de deja vu. Pues, si bien el hotel era el mismo que el del año anterior por expreso deseo mío -pues estaba en mi mano cambiar y no quise-, la habitación era también la misma -la 411-. Y no sólo eso, sino que en la mesita de noche me pareció hallar el mismo pendiente que alguna distinguida dama había olvidado. Semejante coincidencia, unida a mi carácter suspicaz y a mi mente de escritor, me hizo pensar que no podía ser una simple coincidencia. Y, por otra parte, no recuerdo quién afirmó que las coincidencias no existen. Era un pendiente pequeño, que simulaba una perla blanquecina. ¿Alguna mujer lo había dejado ahí ex professo para tener un motivo para ir a conocerme? ¿O acaso los dueños del hotel pretendían hacerme algún tipo de guiño? Y, si así era, ¿Qué querían decirme? Lo ignoro, y nunca se me han dado bien los lenguajes criptados.
El caso es que, cuando ya lo tenía todo y nada ni nadie podía prohibirme que me acostara, preferí coger el bolígrafo y un papel y escribir una carta para un evento literario, algo que me llevó su tiempo, pues se me hacía muy difícil pensar con todo mi cansancio y con una postura que -eso también lo recordaba- era muy incómoda, y me dejó con la espalda dolorida; porque, además, no era sólo cuestión de escribir a mano, como es mi costumbre, sino de pasarlo luego al portátil.
Con toda mi hiperactividad, aquella noche todavía quise dar un paseo hasta el pueblo. Sin embargo, sólo habría andado unos cien metros cuando tuve que dar la vuelta, azotado por una ligera lluvia. Cuando volví a entrar en el hotel me recibió el dueño, risueño, alegre de encontrarme, único idiota que se hospedaba en su hotel, al menos por estas fechas, en temporada baja. Imagino el esfuerzo que tuvo que hacer para contener la risa al saber que el pobre infeliz había decidido repetir la experiencia.
Después del saludo de rigor regresé a la habitación para sumergirme en mis actividades literarias. Creo que fue el mejor momento del día, cuando por fin pude descansar recostado en mi cama, una cama hecha y con sábanas limpias, y con un pendiente en la mesita de noche que disparó mi imaginación. Por si todo ello fuera poco, me acompañaba el relajante rumor de la lluvia, que hacía tanto tiempo que no escuchaba, acaso por haberla privatizado el gobierno, y sonoros truenos que me acunaban en mi lectura, acomodado con esas luces bajas. Me sentí tan embriagado por ese ambiente de ensueño, que tuve que levantarme para hacer unas poquitas fotos desde la ventana, las primeras de otras muchas que me acompañarían como bellos recuerdos.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad.
Me encanta, aunque creo que he empezado por la segunda parte jajaja. Escribes muy bien,me gusta mucho como narras los acontecimientos, tienes una facilidad abrumadora.Ahora me pondré con la primera parte jajaja. Te envio un gran abrazo.
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jajaja. Muchas gracias, Bea. Me alegra muchísimo que te gusten tanto mis escritos. Ya sabes que el aprecio es recíproco, y que soy fiel seguidor de tu poesía. Te devuelvo ese gran abrazo.
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