EL HEREDERO

*Relato para el reto de Sadire de octubre Emociones en 50 palabras:

Me adentró por aquel frondoso bosque mientras me agarraba fuertemente la mano. A nuestros pasos la vegetación parecía incendiarse; los colores adquirían tonalidades más vivas; el viento se agitaba. Mi padre me sonrió y me dijo que era mi turno. Yo reinaría entre aquella flora paradisíaca.

*Relato basado en el reto de Sadire:

El bosque parecía abrirse a nuestros pasos; se agrandaba conforme nos adentrábamos entre su follaje y sus verdes arbustos. Los árboles, cuyas copas se perdían en el cielo, lejos de donde alcanzaba nuestra vista, se alzaban majestuosos y rayaban el firmamento. Las nenúfares brillaban con singular intensidad; tenían un brillo acuoso, como humedecidas por el rocío, a pesar de aquellas horas de la tarde. También había ahí un riachuelo, a juzgar por el monótono ruido del agua al caer; un ruido que se me antojaba muy relajante, y que caía cada vez con mayor intensidad.

Pero nada de aquello había sido así al principio.

Cuando mi padre me dijo que fuéramos al bosque, que tenía algo que enseñarme, accedí de muy buena gana; me preguntaba de qué se trataba. Mi imaginación volaba con las alas propias de un niño. Creía que iba a descubrir un tesoro, un cofre que llevaría siglos enterrado, con cientos de piedras preciosas, y que sólo mi padre había hallado.

Más tarde, sin embargo, vi cómo todas mis ilusiones se desvaneceían. Es decir: no sabía lo que me esperaba, pero no quería saberlo. Estábamos a las puertas del bosque y no veía más que un montón de matorrales marchitos y secos; el cielo nos contemplaba con un oscuro manto que me llenaba de pavor. Un viento frío, espoleado por las nubes que nos observaban, bailaba a nuestro alrededor y conseguía que me estremeciera. Mi padre se percató de mi agitación cuando notó mis temblores. Entonces frenó para darme tiempo de ponerme a su altura; me miró con dulzura y me sonrió. Después, me agarró de una mano. Aquel gesto me infundió nuevos bríos. Ver aquella seguridad, aquella calma, me tranquilizó. Si mi padre se mostraba decidido, nada malo podía ocurrir. Ante nosotros había un paisaje inhóspito. ¿Albergaría el tesoro que mi mente soñadora creía? Cada vez dudaba más de que fuera así; pero quería ver a dónde me llevaba mi padre.

Entramos al bosque. Y entonces asistí al fenómeno más asombroso que he visto en mi vida. Los helechos renacieron; las ramas de los árboles se cubrieron frondosamente y trazaron arcos sobre nuestras cabezas. Las nubes se disperaron, y en su lugar apareció un firmamento despejado, según apreciábamos por los claros entre las ramas. ¿Había algún tesoro escondido en aquel bosque? Sí; ya lo creo. A cada paso se producía un nuevo estallido de vida. Mi padre reparó de nuevo en el cambio de mi estado anímico, al escuchar mis suspiros de admiración; volvió a mirarme y de nuevo me sonrió; y luego me apretó la mano en una señal de complicidad. Esta vez no pude evitar devolverle la sonrisa; una sonrisa llena de gozo como la que sólo es propia de los niños.

Entonces me contó su secreto. Conocí el poder de la magia; supe que él reinaba sobre aquellas extrañas tierras con un don que sus antepasados habían recibido de los dioses y que se perpetuaba de generación en generación.

Llegamos al manantial. Y ahí, mientras bebíamos de sus cristalinas aguas y nos refrescábamos los fatigados cuerpos, me dijo que algún día todo eso sería mío; que yo era el próximo heredero.

Autor: Javier García Sánchez,

Desde las tinieblas de mi soledad.

08/10/2019.

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