TIEMPO DE SILENCIO, POR LUIS MARTÍN SANTOS

Sonaba el teléfono y he oído el timbre. He cogido el aparato. No me he
enterado bien. He dejado el teléfono. He dicho: «Amador». Ha venido con
sus gruesos labios y ha cogido el teléfono. Yo miraba por el binocular y
la preparación no parecía poder ser entendida. He mirado otra vez:
«Claro, cancerosa». Pero, tras la mitosis, la mancha azul se iba
extinguiendo. «También se funden estas bombillas, Amador.» No; es que
ha pisado el cable. « ¡Enchufa!» Está hablando por teléfono. «¡Amador!»
Tan gordo, tan sonriente. Habla despacio, mira, me ve. «No hay más.» «Ya
no hay más.» ¡Se acabaron los ratones! El retrato del hombre de la barba,
frente a mí, que lo vio todo y que libró al pueblo ibero de su inferioridad
nativa ante la ciencia, escrutador e inmóvil, presidiendo la falta de
cobayas. Su sonrisa comprensiva y liberadora de la inferioridad explica
-comprende- la falta de créditos. Pueblo pobre, pueblo pobre. ¿Quién
podrá nunca aspirar otra vez al galardón nórdico, a la sonrisa del rey
alto, a la dignificación, al buen pasar del sabio que en la península seca
espera que fructifiquen los cerebros y los ríos? Las mitosis anormales,
coaguladas en su cristalito, inmóviles -ellas que son el sumo
movimiento-. Amador, inmóvil primero, reponiendo el teléfono,
sonriendo, mirándome a mí, diciendo: «¡Se acabó!». Pero con sonrisa de
merienda, con sonrisa gruesa. «Qué belfos, Amador.» La cepa MNA tan
prometedora. Suena otra vez el teléfono. Lo olvido. «¿Por qué se ríe,
Amador? ~De qué se ríe usted?» Sí, ya sé, ya. Se acabaron los ratones.
Nunca, nunca, a pesar del hombre del cuadro y de los ríos que se pierden
en la mar. Hay posibilidad de construir unas presas que detengan la
carrera de las aguas. ¿Pero, y el espíritu libre? El venero de la inventiva.
El terebrante husmeador de la realidad viva con ceñido escalpelo que
penetra en lo que se agita y descubre allí algo que nunca vieron ojos no
ibéricos. Como si fuera una lidia. Como si de cobaya a toro nada hubiera,
como si todavía nosotros a pesar de la desesperación, a pesar de los
créditos. Esa cepa cancerosa comprada con divisas otorgadas por el
Instituto de la Moneda. Traída desde el Illinois nativo. Y ahora,
concluida. Amador sonríe porque alguien le habla por teléfono. ¿Cómo
podremos nunca, si además de ser más torpes, con el ángulo facial
estrecho del hombre peninsular, con el peso cerebral disminuido por la
dieta monótona por las muelas, fabes, agarbanzadas leguminosas y
carencia de prótidos? Sólo tocino, sólo tocino y gachas. Para los hombres
como Amador, que ríen aunque están tristes, sabiendo que el último
ratón de la cepa MNA perdido nos indica que nunca, nunca el
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investigador ante el rey alto recibirá la copa, el laurel, una antorcha
encendida con que correr ante la tribuna de las naciones y proclamar la
grandeza no sospechada que el pueblo de aquí obtiene en la lidia con esa
mitosis torpe que crece y destruye, igual aquí que en el. Illinois nativo,
las carnes frescas de las todavía no menopáusicas damas, cuya sangre
periódicamente emitida ya no es vida sino engaño, engaño. «Betrogene.»
Muerte vencida. «Detente, coge el recepto-remisor negro, ordena al
Ministro del ramo, dile que la investigación, oh, Amador, la investigación
bien vale un ratón.» No rías más y, sobre todo, no eches esas gotitas de
saliva que hacen sospechar de tu educación y de tu inteligencia. «En
guerra comíamos las ratas. Para mí que son más sabrosas que el gato.
De gato estoy ya hasta aquí. Los gatos que hemos tomado. Éramos tres.
Lucio, Muecas y servidor.» Proteínas para el pueblo desnutrido. Cuyas
mitosis -éstas normales- carenciales, en el momento de la emigración de
las motoneuronas hacia el córtex, por falta de tales principios renquean
y perecen, tal vez disminuyen su número, tal vez se disponen de modo
poco ordenado o deficiente, tal vez siguen mancas de las necesarias
ramificaciones. Y así quedamos, incapaces para el descubrimiento de las
causas de la neoplasia destructora. Amador me mira. Ve mi rostro
ridículo. Eso le hace reír. En el binocular, a falta de electrónico, porque
no hay créditos, haciendo un recuento de núcleos monstruosos y
Amador, ya con su boina parda, todavía con su bata blanca puesta se va
a lo de atrás, donde aúllan los tres perros flacos que sólo de vez en
cuando orinan tanto y huelen tan fuerte. Amador, deseando acabar con
los perros, como ha acabado con la cepa, espera una orden que yo no
doy, sino que miro y escucho, queriendo oír lo que pueda decirme que
me saque de esto. «Muecas tiene», dice Amador. Error. No todo ratón es
cancerígeno. No todo ratón es de la cepa del Illinois nativo, hábilmente
seleccionada entre dieciséis mil cepas, en laboratorios traslúcidos de
paredes brillantes de vidrio, con aire acondicionado ex profeso para la
mejor vida ratonil. Hábilmente seleccionada a través de las familias de
ratones autopsiados, hasta descubrir el pequeño tumor inguinal y en él
implantada la misteriosa muerte espontánea destructora no sólo de
ratones. Las rubias mideluésticas mozas con proteína abundante
durante el período de gestación de sus madres de origen sueco o sajón y
en la posterior lactancia y escolaridad. Aunque hermosas, insípidas pero
nunca oligofrénicas, con correcta emigración de neuroblastos hasta su
asentamiento ordenado en torno al cerebro electrónico de carne y lípidos
complejos, que utilizan ahora para hacer recuentos de mitosis en el
palacio transparente. Así esa cepa aislada, extinguida ahora aquí por
culpa de falta de vitaminas, tras haber gastado en ella los menguados
créditos del Instituto. Traídos del Illinois nativo los ratones -machos y
hembras- separados los sexos para evitar coitos supernumerarios no
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olvidaban y él iba y los vendía otra vez, hasta que al ir a meterles los
alambritos se encontraron con los viejos todos oxidados. Claro que lo de
las mitosis es peor, porque se te mueren hagas lo que hagas. Pero los
gatos aguantan como fieras, aunque se ponen nerviosos. Le mordieron al
Muecas y a la hija casi le saltan un ojo. Pero aguantan.» «Bueno, dile que
venga.» «No vendrá. El Mediodoble cree que se fue a las Américas. Si lo
vuelve a ver, lo hunde. No viene nunca desde que dijo que había
emigrado.» «¿Y cómo se llevó entonces mis ratones?» «No, si la pareja se
la di yo. Pues claro. ¿Y si no, cómo iba a saber que eran los fetén?»
«Vaya.» «Además, entonces había muchos. Morían como ratas todos los
días. Es cuando los perros del polivinazo estuvieron tan lucidos.» «Te
daría propina don óscar.» «Pues claro.» «Oye», digo. «Diga», dice. «Iremos
mañana a su chabola.» «Qué contento se pondrá.»
Hay ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia histórica, tan
traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente
edificadas en desiertos, tan parcamente pobladas por una continuidad
aprehensible de familias, tan lejanas de un mar o de un río, tan
ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas por un
cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos, tan
ingenuamente contentas de sí mismas al modo de las mozas quinceñas,
tan globalmente adquiridas para el prestigio de una dinastía, tan
dotadas de tesoros -por otra parte- que puedan ser olvidados los no
realizados a su tiempo, tan proyectadas sin pasión pero con
concupiscencia hacia el futuro, tan desasidas de una auténtica nobleza,
tan pobladas de un pueblo achulapado, tan heroicas en ocasiones sin
que se sepa a ciencia cierta por qué sino de un modo elemental y físico
como el del campesino joven que de un salto cruza el río, tan
embriagadas de sí mismas aunque en verdad el licor de que están ahítas
no tenga nada de embriagador, tan insospechadamente en otro tiempo
prepotentes sobre capitales extranjeras dotadas de dos catedrales y de
varias colegiatas mayores y de varios palacios encantados -un palacio
encantado al menos para cada siglo-, tan incapaces para hablar su
idioma con la recta entonación llana que le dan los pueblos situados
hacia el norte a doscientos kilómetros de ella, tan sorprendidas por la
llegada de un oro que puede convertirse en piedra pero que tal vez se
convierta en carrozas y troncos de caballos con gualdrapas doradas
sobre fondo negro, tan carentes de una auténtica judería, tan llenas de
hombres serios cuando son importantes y simpáticos cuando no son’
importantes, tan vueltas de espalda a toda naturaleza -por lo menos
hasta que en otro sitio se inventaron el tren eléctrico y la telesilla-, tan
agitadas por tribunales eclesiásticos con relajación al brazo secular, tan
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poco visitadas por individuos auténticos de la raza nórdica, tan
abundantes de torpes teólogos y faltas de excelentes místicos, tan llenas
de tonadilleras y de autores de comedias de costumbres, de comedias de
enredo, de comedias de capa y espada, de comedias de café, de comedias
de punto de honor, de comedias de linda tapada, de comedias de bajo
coturno, de comedias de salón francés, de comedias del café no de
comedia dell’arte, tan abufaradas de autobuses de dos pisos que echan
humo cuanto más negro mejor sobre aceras donde va la gente con
gabardina los días de sol frío., que no tienen catedral.
Es preciso, ante estas ciudades, suspender el juicio hasta un día,
hasta que repentinamente -o quizá poco a poco aunque esto apenas es
creíble- tome forma una cosa que adivinamos que está presente y que no
vemos, hasta que esa sustancia que se arrastra ahora por el suelo se
solidifique, hasta que los que ahora ríen tristemente aprendan a mirar
cara a cara a un destino mediocre y dejen vacías las grandes
construcciones redondas o elípticas de cemento armado para recogerse
en la intimidad estrecha de sus casas.
Hasta que llegue ese día, con el juicio suspendido, nos limitaremos a
penetrar en las oscuras tabernas donde asoma sobre las botellas una
cabeza de toro disecado con los ojos de vidrio, a pasear hasta muy
entrada la madrugada por la calle del Nuncio o de la Bola donde se
tropieza con las raíces cortadas de lo que pudo haber sido una ciudad
completamente diferente, a contemplar en una plaza grande el rodar
ingenuo de los soldados los domingos mientras los pájaros se suicidan
uno a uno en el gran vientre vacío del caballo, a seguir los pasos
precipitados como si fuera a alguna parte de una mujer pequeña y
nerviosa por la noche, a abrazar a los borrachos que dimiten de la
realidad, a contemplar la airosa apostura de un guardia cuando pasa
una mujer que es más alta que él, a preguntar a un taxista de ojos
amarillos de gato de qué modo es posible hacer una estafa en una tienda
de paños, a frecuentar una sala de fiestas hasta que el portero gigante
de uniforme verde nos conozca y nos deje pasar sin entrada haciéndonos
una mueca cariñosa, a gastar la tarde entera en una cafetería sin que la
camarera nos sonría una sola vez, a hacer corno que bebemos y beber
poco, a hacer como que hablamos y no decir nada, a hacer como que
vamos al cine yéndonos al cuarto de la pensión con su colcha roja, a
visitar el museo de pinturas con una chica inglesa y comprobar que no
sabemos dónde está ninguno de los cuadros que ella conoce excepto las
Meninas, a inventar un nuevo estilo literario y a propagarlo durante
varias noches en un café hasta quedar completamente confundidos, a
iniciar amistades que no nos acompañarán hasta la tumba y amores que
no nos durarán hasta la noche, a visitar un baile de estudiantes donde
las señoritas entran gratis, a calcular cuántas piedras de mechero vende
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un enano en una esquina, a descubrir cuántos billetes para el metro
vende una mujer con un niño de pecho una mañana de invierno, a
adivinar cuál es la ley económica que permite que las cerilleras vendan
los pitillos uno a uno y con el producto alimenten suficientemente a sus
amantes, a pensar cuál sería la idea loca que echó todos los ciegos a la
calle hasta en esos días que la nieve cae endurecida y de noche sólo han
salido los que iban al estreno, a intentar imaginar cómo -Dios mío- cómo
vivía todo este pueblo en los que ellos mismos dicen -ellos sabrán por
qué- que fueron los años del hambre.
De este modo podremos llegar a comprender que un hombre es la
imagen de una ciudad y una ciudad las vísceras puestas al revés de un
hombre, que un hombre encuentra en su ciudad no sólo su
determinación como persona y su razón de ser, sino también los
impedimentos múltiples y los obstáculos invencibles que le impiden
llegar a ser, que un hombre y una ciudad tienen relaciones que no se
explican por las personas a las que el hombre ama, ni por las personas
a las que el hombre hace sufrir, ni por las personas a las que el hombre
explota ajetreadas a su alrededor introduciéndole pedazos de alimento en
la boca, extendiéndole pedazos de tela sobre el cuerpo, depositándole
artefactos de cuero en torno de sus pies, deslizándole caricias
profesionales por la piel, mezclando ante su vista refinadas bebidas tras
la barra luciente de un mostrador. Podremos comprender también que la
ciudad piensa con su cerebro de mil cabezas repartidas en mil cuerpos
aunque unidas por una misma voluntad de poder merced al cual los
vendedores de petardos de grifa, los hampones de las puertas traseras de
los conventos, los aprovechadores del puterío generoso, los empresarios
de tiovivos sin motor eléctrico, los novilleros que se contratan
solemnemente para las capeas de los pueblos del desierto circundante,
los guardacoches, los recogepelotas de los clubs y los infinitos
limpiabotas quedan incluidos en una esfera radiante, no lecorbusiera,
sino radiante por sí misma, sin necesidad de esfuerzos de orden
arquitectónico, radiante por el fulgor del sol y por el resplandor del orden
tan graciosa y armónicamente mantenido que el número de delincuentes
comunes desciende continuamente en su porcento anual según las más
fidedignas estadísticas, que el hombre nunca está perdido porque para
eso está la ciudad (para que el hombre no esté nunca perdido), que el
hombre puede sufrir o morir pero no perderse en esta ciudad, cada uno
de cuyos rincones es un recogeperdidos perfeccionado, donde el hombre
no puede perderse aunque lo quiera porque mil, diez mil, cien mil pares
de ojos lo clasifican y disponen, lo reconocen y abrazan, lo identifican y
salvan, le permiten encontrarse cuando más perdido se creía en su lugar
natural: en la cárcel, en el orfelinato, en la comisaría, en el manicomio,
en el quirófano de urgencia, que el hombre –aquí- ya no es de pueblo,
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que ya no pareces de pueblo, hombre, que cualquiera diría que eres de
pueblo y que más valía que nunca hubieras venido del pueblo porque
eres como de pueblo, hombre

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