Me gusta el frío, sentir cómo se desploma el mercurio y se me hielan los huesos; estremecerme y dormirme por las noches con las piernas encogidas bajo las sábanas y gruesas mantas que me cobijen; o sentarme a contemplar un cielo nublado en medio de la tarde, ensimismado, sumergido en mis recuerdos o inquiriendo quejumbroso y nostálgico al firmamento acerca de mi destino o del porqué de mi suerte.
Hace tiempo que no hiela al caer la madrugada. Mas, a pesar de todo, la bajada de temperatura es apreciable, y se agradece. Me ayuda a conciliar el sueño, relajado y complacido por ese clima que se me antoja más benigno, en sintonía con mi corazón meditabundo y melancólico. Así lo noté anoche, cuando ya tarde me adentré en el frío lecho por hallar reconfortante ese calor que me aportaba, para perderme en medio de profundas y misteriosas ensoñaciones y descansar, siquiera por un par de horas, de una luz que me ciega, que se me hace demasiado pesada y dolorosa. Acaso sea porque desde hace años el invierno se instaló en mi alma que me siento más identificado con esas gélidas tinieblas que con con la menor chispa que, a pesar de ser apreciada por muchos, a mí me abrasa.
Es así cómo me dormí anoche, plácidamente. Pero desde hace años mi sueño es partido; me despierto a menudo. Esta vez, al menos, me llevé una grata sorpresa. Mi despertar fue acogido por una ligera lluvia. Entonces pude escuchar en aquella agradable penumbra la mansa caída del agua, el repique de las gotas al estrellarse contra la tierra, al desplomarse violentamente como inofensivos proyectiles. Acunado por la dulce música que me ofrecían los dioses, me sentí regresar nuevamente a esa naturaleza de la que soy parte, esa naturaleza que tanto me embriaga. De hecho, hubiera preferido que esa leve lluvia fuera en realidad una feroz tormenta; que las nubes se adueñaran de los cielos por varios días enteros en un incesante diluvio; que el sol se replegara a su morada, y que no regresara hasta que mi alma se hubiera vaciado de sus pesares y hubiera derramado sus pensamientos sobre inmaculados lienzos en forma de oscuras tintas; oscuras tintas donde se escondieran desde los más tiernos sentimientos hasta los más angustiosos males. Ahí se limpiaría mi espíritu, esparciendo románticos versos o lúgubres historias, siempre absorto, siempre guiado, por el poder de la musa.
Pero hubo un despertar. Y cuando el despertar llegó vi que había cesado la lluvia. A pesar de ello, sin embargo, permanecía en el aire el delicioso aroma a humedad, y sensuales nubes continuaban recostadas lascivamente sobre el ancho cielo, acaso dando una momentánea tregua antes de acabar de bañar las calles. Es un paisaje hermoso el que me ofrece mi ventana; esa salvaje fauna celestial que amenaza con insubordinarse, quizá en un par de horas; quizá cuando, en las últimas horas de la tarde, me aventure por la ciudad. Que así sea. Recibiré sus aguas gozoso.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad.
Lleno de sensibilidad, enhorabuena. Me ha recordado a algo que escribí hace tiempo: «Y entonces me acurruco debajo de mi pesada manta y me abrazo toda hasta sentirme entera». Conozco esa sensación de cobijo y calidez que proporcionan las mantas en esta época del año, es muy agradable.
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Muchas gracias, Lidia. Lindas letras las que me compartes. Un abrazo.
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