UN BESO DE ESPERANZA

Hacía ya tiempo que recorría aquel trayecto. Se había deslizado por numerosas avenidas en una especie de interminable huida que lo llevaba a adentrarse en calles inextricables y silenciosas, calles silenciosas donde el vacío hacía más intenso el frío que lo calaba por dentro, donde la humedad se fijaba en los adoquines ennegrecidos y un pavoroso viento silbaba sin cesar. Ajeno al temor, caminaba con paso decidido, aún desconociendo el destino a donde lo conducían sus temerarias pisadas, pero en todo momento consciente de que no podía detener la marcha, que frenar era morir. Cada soplo de aire contra sus mejillas le devolvía la imagen de ella, su voz, esa ternura que le daba energía para seguir adelante, para continuar viviendo un día más. Habría de seguir buscándola, perseguir ese sueño que se obstinaba en escapar, como se esfuman los sueños al despertar, dejando sólo un pequeño rastro, unas inaprehensibles motas de humo, dispersas e insuficientes que, por más que lo intentemos, no podemos agrupar para devolverle la forma a la ensoñación, a ese mundo sin imposibles, a ese mundo que le devuelve la luz a las tinieblas. A menudo había enfrentado giros bruscos e inesperados que le habían hecho desembocar en callejones angostos, acaso en lugares donde el terreno se presentaba hostil, plagado de baches, con tierra pantanosa donde se hubiera hundido; y acaso volvería a encontrarse con situaciones similares y volvería a sentir pánico y se estremecería al sentirse perdido, desubicado, desamparado; pero sabía que, de mantener la mirada firme, habría de superar cualquier otro trance.

Al cabo de muchas horas llegó a una ancha plaza flanqueada por casas bajas, alumbrada con una tenue luz que manaba de unos oxidados faroles, una luz amarillenta y mortecina que parecía precipitarse sobre los objetos con una especie de quejido de pereza. En el cielo brillaba una luna llena que, orgullosa que daba la impresión de mirar con desprecio aquellas pobres fantasmagorías, vulgares imitaciones de su incomparable belleza. En el centro de la plaza se situaba una fuente de ocho caños, de cada uno de los cuales surgía un chorro de agua fresca y cristalina que se depositaba en la balsa de piedra, donde se formaban círculos concéntricos junto a numerosas y fugaces burbujas, tan efímeras como aquéllos, que flotaban en la diáfana piscina por breves segundos. Se acercó un momento para beber de uno de los caños y aplacar su sed cuando creyó ver reflejada en el agua la imagen de aquella mujer; una imagen volátil que cambiaba a cada instante, temblando a causa de los golpes de la intermitente cascada que desdibujaba sus rasgos antes de que se volvieran a unir en una lucha que no conocía tregua, pero que le devolvía su esperanzadora sonrisa, esa cálida mirada llena de bondad y de sinceridad, y que parecía querer llamarle para que reemprendiera la búsqueda, no sin antes humedecer sus labios con un beso en los suyos.

Autor: Javier García Sánchez,

desde las tinieblas de mi soledad,

28-01-2017.

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