*
-Buenas noches. ¿Es usted el posadero?
-Para servirle.
-Me he perdido. ¿Les queda libre alguna habitación?
-Está todo lleno. De todos modos, si quiere puede pasar la noche en la sala, si no le supone demasiada molestia.
-En absoluto. Prefiero eso antes que morir congelado. La nieve cae con fuerza; no puedo ni caminar. Además de lo tarde que es. Por más que lo intentara, creo que esta noche no conseguiría llegar al castillo.
-¿Se dirige usted al castillo?
-Así es. Soy el nuevo agrimensor. Mis ayudantes ya deben de haber llegado.
Era tarde; la posada se había recogido. El individuo miró con aire cansado al posadero y se tumbó sobre una mesa con las piernas encogidas, abrigado tan sólo con sus ropas y con una manta que le prestó el señor, un hombre de baja estatura y cuerpo enclenque, cuya fisionomía parecía corroborar la bondad de que había hecho gala al acogerlo. Tenía una voz aflautada, acaso femenina, que le daba un tono dulce y gracioso al mismo tiempo.
El individuo se sentía tan agotado, que se quedó dormido al poco tiempo de acostarse, a pesar de que la cama improvisada era más bien incómoda. Sin embargo, al cabo de apenas unos minutos despertó, molesto por la luz mortecina de un farol que le alumbraba. Se quitó la manta del rostro y se incorporó, mirando con extrañeza al sujeto que sostenía la lumbre frente a él.
-¿Quién es usted?
-Soy el hijo del alcaide. La pregunta más bien es quién es usted.
-Ya se lo dije al posadero; soy el nuevo agrimensor. Me llamo K.
-¿El nuevo agrimensor? Bien, entonces supongo que no tendrá inconveniente en que lo compruebe.
Y, sin aguardar respuesta, el hijo del alcaide tomó el auricular. El problema era que el teléfono estaba incrustado en la pared junto a la cual estaba la mesa donde yacía K. Pese a la incomodidad que ello suponía, el individuo permaneció ahí, atravesado por el cable y con el rostro del otro tan cerca, mirándolo con suspicacia. Hubo que esperar durante varios segundos hasta que alguien descolgó.
-Buenas noches. Hay aquí un hombre; dice que es el nuevo agrimensor. ¿No esperamos a ningún agrimensor? Miente. Lo imaginaba.
Se cortó la comunicación. K permanecía inmóvil encima de la mesa; aguardaba a que el hijo del alcaide junto con el posadero y otras personas ahí presentes se abalanzaran sobre él. Pero entonces el teléfono de la posada sonó; el hijo del alcaide volvió a tomar el auricular.
-¿Que ha sido un error? ¿Que sí esperamos a un agrimensor? De acuerdo. La noticia me incomoda, pero está bien.
Volvió a colgar y nuevamente se dirigió al recién llegado.
-Está bien. Puede quedarse.
No esperaba una acogida semejante por los habitantes de aquel pueblo; creía que se encontraría una mayor cordialidad. La escena a la que se había enfrentado, no obstante, le había dejado un sabor de boca amargo. Pese a todo, el agotamiento de que era presa fue más fuerte.
Despertó con el ajetreo propio de las primeras luces de la mañana. La posada reabría sus puertas y las gentes retomaban sus movimientos; y entre esa gente estaba la esposa del posadero, una mujer grande y robusta, que nada tenía que ver con el marido; se apreciaba en la rusticidad de sus gestos, en una mirada desconfiada que recordaba a la del hijo del alcaide y en una voz grave y masculina, con la que increpó a K para que se levantara.
Pese a la luz del día, la temperatura apenas parecía haber variado. La nieve seguía acumulándose en las calles, por donde todavía pasaban pocas personas. Ahí K se reunió con el posadero, que tenía la mirada perdida en la lejanía, como si aguardara a alguien. Le dirigió la palabra con familiaridad.
-Disculpe, ¿podría decirme cómo puedo llegar a la Posada de los Señores?
*Este escrito lo hice recordando el comienzo de El castillo, de Kafka, tratando de imitarlo y recrearlo.
Autor: Javier García Sánchez,
un bohemio romántico.
Desde las tinieblas de mi soledad.
28-02-2021.