Con un estilo descuidado, desprovisto de las atenciones de los demás folios, aquel escrito, con aquella letra tan enrevesada, fruto de la zozobra, me confirmaba que estaba ahí por accidente. En él leí:
El tiempo transcurre con su mansa lentitud; juega ocioso conmigo y se regocija entre mis angustias. Carcelero infame, cruel verdugo que me azota con saña y se burla de mis males, mientras yo me retuerzo en medio de insufribles dolores, incapaz de tomar la firme resolución que me permita escapar y huir para siempre. Consciente de cuál es la única salida, la contemplo desde la distancia, con una mezcla de pavor y de deseo; pues sé que, una vez ha desaparecido para mí toda esperanza, la muerte amanece para mí como único consuelo.
Las noches y los días se confunden en mis ojos, enrojecidos por las lágrimas que con frecuencia los inundan; nublados por la perpetua tormenta que desde hace ya casi tres décadas hace naufragar mi existencia y la ahoga bajo un lúgubre manto de tinieblas. Existencia trunca, desde su propio origen condenada a un vagar errante y torpe, azorada por un frustrado vivir; mas sin fuerzas suficientes para derrumbar la pesada puerta que le devuelva la calma a mi alma desasosegada y renunciar a este mundo al que siento que por derecho no pertenezco; pero que, bien por orgullo, por no querer admitir mi derrota; bien por miedo, por la agonía del momento de traspasar la temida frontera, me niego a abandonar. Mas en el fondo de mí sé que he de hacerlo; que sólo será un breve instante; que el sufrimiento será apenas un fino cosquilleo, comparado con el amargo cáliz que bebo cada día, desde el triste despertar, que me recuerda que debo seguir vagando sin rumbo, hasta que la noche me abraza con su suave caricia, émula de la de su hermana la muerte, acaso como una dulce llamada, como un cariñoso canto que me seduce y me atrapa. Y ahí está el frío lecho aguardando mi cuerpo, ya gélido, como el féretro que un día acogerá mis despojos.
Sé fuerte; no temas. Recobra tus ánimos para el último esfuerzo, para recibir el abrazo de la eternidad y despreciar con tal gesto las burlas de tan nefasto destino. Apaga de una vez tu llanto, como la luz de un astro que no ha querido nunca brillar para ti, y camina hacia el reposo de las tinieblas, que siempre te ha acogido.
Cuando acabé de leer, mi cara estaba empapada en lágrimas; y algunas se habían deslizado hasta el papel y lo habían humedecido. Si no hubiera conocido a Gabriel; si previamente no hubiéramos hablado y no me hubiera contado cómo se sentía, no habría sabido exactamente qué podían significar esas palabras; las habría tomado como un ejercicio literario, o algo parecido. Pero sabía que no era así; y lo que había leído me dejó consternada. Y, si no le hubiera cogido tanto cariño, aquellas palabras no me habrían dolido tanto. Luchaba por ayudarle, por sacarlo de su situación; creía estar consiguiéndolo. Pero, de repente, ese escrito me decía que seguía estando mal. Me atormentaba pensar en lo que pudiera hacer. Parecía alentarse a sí mismo a acabar con todo y… Me mordí la lengua para no pronunciar la palabra.
Hacía unas horas que se había ido, pero ya no tenía la seguridad de verlo al día siguiente; y la idea de perderlo me aterraba. Sin pensarlo más, cogí el teléfono.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad,
28-01-2018.