CUADERNO DE GABRIEL
LA ELEGIDA (II)
Pasó mucho tiempo antes de que pudiera levantarse del suelo, donde había permanecido postrada, y aún de que pudiera volver a abrir los ojos. ¿Era todo el mero cielo terrestre? No. Aunque no supiera a qué se debía tal cambio, su instinto le decía que ésa era una respuesta demasiado sencilla; que, así como la oscuridad más tenebrosa había abatido los potentes rayos del sol en las horas de mayor fuerza de éstos, una causa semejante se encontraba detrás de las gélidas tinieblas que se esparcían por todo alrededor. Porque gélidas eran. Si escasos minutos antes había creído sucumbir abrasada, ahora temía quedarse congelada; que su cuerpo pereciera, víctima de aquel radical descenso. La suerte, al menos, era que ya nada le impidiera contemplar imagen alguna, por desgarradora que fuera.
Fue así cómo, observando aquel lejano horizonte donde se perdían sus lejanos ojos verdes, como si pretendieran perforar aquella negritud para extraer de la misma un tímido haz de luz, vio que paulatinamente se abría un claro que poco a poco fue creciendo. Lentamente empezó a distinguir unas formas, que por momentos parecían agrandarse, como si se acercaran. Había ahí, a lo lejos, algo que parecía dos rayos, cuyo resplandor se intensificaba aún más en los momentos en que chocaban entre sí. Pues los rayos chocaban; y en su choque parecían desprender chispas de ellos. Dos seres los blandían, como fieros guerreros que se batieran con encarnizado odio, con la vida, o acaso con la muerte, de por medio.
Si no pereció de hipotermia fue precisamente porque, conforme las imágenes se hacían más nítidas y descifrables, más calor le llegaba; sobre todo tras el contacto de lo que ya empezaba a juzgar como espadas, le reconfortaban las minúsculas ascuas que se desgajaban. Mas, aunque la temperatura se hubiera templado, el pánico la paralizaba. Quieta al pie del último escalón, vigilaba con marmóreo rostro lo que tras los cristales acontecía; cómo uno de aquellos seres agitaba el aire con su arma para estrellarla contra el otro; cómo éste asía con firmeza su empuñadura para detener la estocada y, sin descanso, emprendía el ataque contra su agresor, que debía ponerse a la defensiva. De aquella manera tan fugaz se trocaban sus papeles, con mayor rapidez que un pestañeo.
Se preguntaba cómo era posible aquello que desafiaba toda lógica; aquello que aniquilaba todo su esquema del cosmos. Nada debía haber por encima del ser humano; ninguna divinidad regía su existencia. Eso escapaba a los límites de la ciencia. Pero ahí, en aquel cielo tenebroso, rasgado por luminosos fulgores había, no un ser sobrenatural, sino dos, que cual míticas divinidades habían convertido el universo en su campo de batalla, ajenos a los seres que como meros microbios moraban, sin importarles las consecuencias de sus actos. Tenía la sensación de ser la única persona superviviente de un holocausto; la expectadora de un mortal duelo y, acaso, la última víctima de su visceral odio. ¿Cuánto tiempo iba a permanecer en aquella postura, paralizada, con aquel firmamento que se desangraba, sujeta a los caprichos de dos seres tan soberbios? ¿Cuánto tardaría en sucumbir a aquella cólera? Aguardaba con desespero el desenlace de tan fatal lucha, impotente frente a su destino, y al mismo tiempo fascinada por la brutalidad de sus futuro verdugos.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad,
13-03-2018.
Me encanta lo que escribes y como escribes
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¡Muchas gracias, Marina!
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