UN CASTILLO SANGRIENTO

*

«Quisiera un castillo sangriento», había dicho el comensal gordo. Aquellas palabras me llegaban como un eco. Las había oído procedentes dde aquel sujeto orondo que reposaba sus voluminosas carnes sobre aquel taburete, que a simple vista parecía ridículo para soportar el peso desmesurado de semejante sujeto. Contraste tal se me antojaba grotesto. Veía a aquel tipo de espaldas, con su playera sudorosa y calzando aquellas deportivas del 48, vestido con una pantaloneta que mostraba sus velludas piernas. Tenía los brazos apoyados sobre la mesa; seguramente las manos caerían sobre la mesa, aunque eso no es más que una mera conjetura; tal imagen ya caía fuera de mi ángulo de visión. Como también caía fuera de mi ángulo de visión el rostro al que pertenecía esa voz grave y autoritaria, que con decisión había pedido un castillo sangriento.

Yo estaba sentado ahí, en una mesa de uno de los laterales, situado en oblicuo hacia aquel personaje desconocido, a quien seguramente no volvería a ver en mi vida; cuyas facciones siquiera sospechaba, aguardando con pueril impaciencia a que volteara para ir al baño, o que simplemente hiciera un gesto descuidado para levantarse y abaandonar el restaurante, para ver confirmado el retrato mental que me había hecho de aquel sujeto parisiense que hablaba con un acento que, lejos de sonar sensual, como suele presumirse del acento francés, en tal persona más bien parecía osco.

Era divertido emplear así el tiempo. Otra cosa no, pero de tiempo andaba servido. Ahí, sentado en la mesa del restaurante Polidor, esperaba a mis amigos, aunque tampoco tenía prisar porque llegaran; por suerte solían retrasarse, más bien; o yo ser excesivamente puntual. Pero es que era toda una experiencia sentarme solo a una mesa de aquel restaurante, captar al vuelo frases sueltas de alrededor y tratar de reconstruir las historias que de forma tan fragmentaria me llegaban; u obbservar a los circunstantes, sus gestos y su indumentaria, para deducir su estrato social, su carácter, e incluso su propia existencia. Era mi manera de evadirme y de relajarme; crear historias a mi antojo. A ello me ayudaban mis años de traductor y los momentos que había pasado con los amigos hasta la fecha; con esos amigos que indefectiblemente se retrasaban, porque yo así lo quería, para poder estar conmigo mismo, con una vaso de wisky y aspirando el humo de tabaco que cortaba el aire y se mezclaba con la propia comida. Era un ambiente narcotizante, que por instantes me hacía perder el sentido y olvidar que me hallaba en la ciudad del amor, para volver a trasladarme a mi querida Buenos Aires.

Mis amigos también eran buenos hacedores de historias. Cuando nos encontrábamos, allá donde fuera, siempre ideábamos nuevas experiencias que no habíamos vivvido, pero que en nuestros sueños compartíamos de algún modo. ¿Dónde estaban entornces Celia y los demás? No tenía prisa por verlos, como ya dije. Siempre es reconfortante ver a los amigos físicamente, corpóreamente, más allá de nuestras experiencias oníricas. Si aún continuara ahí el comensal gordo, podría hablarles de él; haría un gesto apenas perceptible con la cabeza para que repararan en la inmensa mole que tenía a unos metros y les diría que había pedido un castillo sangriento; y entre todos especularíamos acerca de quién era y por qué había solicitado precisamente esa bebida y no otra. Pero no. Mejor estar solo unos minutos, recostado sobre aquella silla, con los ojos entrecerrados para protegerlos del humo, aspirando el humo del restaurante y sintiendo como el wisky corría por mis venas. A quien más podía echar en falta era al caracol Osvaldo, siempre tan tímido y tan simpático, capaz de recorrerse las cuatro esquinas de la mesa por un trozo de lechuga, dejando a su paso todo un reguero de babas, como recuerdo de su cuerpo gelatinoso; era el auténtico líder de nuestro grupo; todos lo admirábamos. Pero ya tendría tiempo de venerarlo. Por el momento, me reconfortaba estar ahí, con la vista medio nublada, centrado en las voces que llegaban a mis oídos, contemplando al comensal gordo.

*Texto basado en el comienzo del libro de Cortázar 62. Manual para armar.

Autor: Javier García Ninet,

un bohemio romántico.

Desde las tinieblas de mi soledad.

16/11/2021.

Deja un comentario