LA FAMILIA DE LEÓN ROCH, POR PÉREZ GALDÓS

La casa de León estaba al Nordeste de la Villa, mirando por un lado al Madrid flamante, poblado de casas alegres y de frescos jardines; por el otro a las vastas soledades polvorientas. La capital de España tiene límites marcados por el lápiz de sus arquitectos; no se disuelve en el campo, ni tiene la zona mitad agrícola, mitad urbana, que nos lleva insensiblemente del bullicio de una ciudad al sosiego de las aldeas. El apelmazado caserío termina en seco, bruscamente, y ninguna casa se atreve a separarse ni ir sola más allá por miedo al sol, al frío y a los ladrones. Nos ha parecido a veces el reposo de una gran caravana que, al caer de la tarde, va a levantarse y partir sin volver los ojos para ver el sitio que ocupó.

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Desde la parte oriental del hotel se veía aquel triste paisaje de lomas manchegas, en invierno ligeramente teñidas de un verde vergonzante; en verano, amarillas, pardas, cenicientas, rasguñadas por arados que no aran, barridas por vientos que se revuelcan en las sinuosidades del terreno, levantando polvo y arrojándoselo a la cara unos a otros. Algo rompe la regularidad desesperante: aquí hay un tejar donde se ven masas de ladrillo que humean, allá una casa solitaria y aburrida, que si algo demuestra, es el asombro de hallarse donde se halla. Al amparo del tejar vense chozas de adobes y esteras, obras arquitectónicas de que se reirían las golondrinas, los topos y los castores, y al amparo de estas chozas de puntapié, los especuladores de la basura analizan la recolección de la mañana, hurgando en los montones de trapos, barreduras, papeles, restos mil de lo que diariamente le sobra a una gran ciudad. No lejos de allí juegan algunos chicos medio desnudos, cuyos cuerpos morenos y curtidos se confunden con el terruño. Parece que acaban de salir de una grieta, y que por ella se han de volver a escurrir, graciosos, blasfemantes, mal criados, revelando en su gracejo e inocente desvergüenza al ángel y al gitano en una misma pieza todavía.

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Por allí vagan, después de hociquear en los montones arriba citados, perros leprosos que no desdeñan una pantorrilla si se les ofrece, gallinas flacas que por Abril o Mayo pasean sus manadas de pollos y les enseñan los primeros rudimentos del modus vivendi. A trechos se halla alguno que otro charco de agua verde, donde el cielo se mira estupefacto de verse de color de cieno, y las negras caravanas de hormigas cruzan el terreno en todas direcciones, cargando las vainillas de algarroba que merodean en algún campo mal sembrado.

Por las mañanas óyese en estas soledades manchegas un cencerreo delicioso: son los rebaños de ovejas que van de Vallehermoso al Abroñigal, y vuelven al caer de la tarde salpicando con notas melancólicas el dulce silencio del crepúsculo. También pasan precipitadas y saltonas las cabras y las meditabundas burras de leche, que al despuntar el sol llaman con su áspera esquila a la puerta del tísico.

Este paisaje triste, seco, huraño, esquivo, con cierto ceño adusto de encrucijada de asesinatos, con no sé qué displicente aspecto de cementerio abandonado; paisaje que en vez de llamar, detiene, y con su mirar glacial y amarillo suspende el paso del viajero e infunde cierto pavor dantesco en el corazón, es cosa —205→ muy distinta cuando llega la noche y, calmado el viento, se difunde un sosiego misterioso por toda la esfera y se levanta el indescriptible monumento de los cielos poblados de estrellas. Es tan alta aquí la bóveda azul, que el pensamiento y la mirada llegan como jadeantes hasta ella. No se puede mirar sin contener la respiración ese firmamento sin igual que se posa sobre esta gran estepa de Castilla, como la vida espiritual surgiendo sobre la aridez del ascetismo. Hay tierras que tienen su paisaje en las lindas praderas y en los bosques y ríos, graciosamente sombreados por un cielo algodonáceo. Madrid tiene su paisaje allá arriba, en los inmensos espacios empedrados de mundos. Desde la casa de León se veía al anochecer, la faja luminosa que deja el sol en el horizonte, la hermosa sencillez y unidad del suelo, que trae al pensamiento los lugares de Oriente donde han pasado las cosas más grandes que ha habido en el mundo; más tarde, la sucesiva aparición de los soles remotos, como si cada cual fuera a tomar su sitio y se encendiesen poco a poco; la inmensa redondez aparente del cielo, en cuya curva parece que algunas estrellas suben animosas y otras bajan cansadas; la extraordinaria vibración de aquellas, que crecen y menguan temblando; la atención profunda de las mayores, —206→ que con un rayo solo de su mirada abarcan toda la inmensidad; la graciosa indecisión de estas, la adusta seriedad de otras que fulguran ceñudas; la grandiosa pereza de la vía láctea tendida sin fin, y abajo las masas planas de la tierra sin accidentes, sin ruido, sin alturas, sin árboles, sin agua, imagen yacente de la humanidad, que, dormida o muerta, sueña en la oscuridad de su cerebro con los infinitos esplendores de arriba.

-María, dame tu mano; quiero salir al jardín para ver el cielo -decía Luis Gonzaga a su hermana.

Finalizaba Julio y el calor era sofocante. En el jardín había puesto León un sillón de mimbres para que el enfermo gozara del bello aspecto de la noche hasta la hora en que empezaba a soplar el viento del Guadarrama.

Los cuatro formaban un grupo. El enfermo apenas hablaba poco o nada delante de León, pero cuando se iba hablaba mucho y con ardor y elocuencia de la belleza del cielo, del gozo que experimentaba con su próxima muerte y de la bondad de Dios. En Julio había tenido la enfermedad muchas alternativas; hubo días en que creyó que Luis se moría; pero después vinieron otros y aun semanas enteras de tan visible mejoría, que la marquesa llegó a tener alguna esperanza. Los médicos, —207→ sin embargo, no permitían que la familia se forjara ilusiones y decían a León: «Si no hay milagro de Dios, se va para el caer de la hoja».

Aquella noche (nos referimos a la noche en que dijo las palabras escritas más arriba), había mejorado, y sus facciones tomaban tinte extraño de animación y alegría, correspondiendo a esto una verbosidad más rápida y ardiente que de costumbre, excepto cuando León se acercaba.

Hallándose todos en el jardín, detúvose un coche en la verja y oyéronse las voces de la marquesa de Rioponce y su hija, que venían a buscar a la de Tellería para llevarla a los Jardines del Retiro. Varias veces había recibido Milagros la misma invitación; pero se había excusado de aceptar fundándose en la enfermedad de su hijo.

Verdaderamente no tenía gusto para nada… ¿Cómo podía disfrutar de placer alguno considerando el triste espectáculo que en su casa quedaba?… ¡Oh! Sus amigas la perdonarían; sus amigas no insistirían en llevarla a fiestas y comprenderían que no debía ni podía ir… Ella había hecho el sacrificio de quedarse en este horno por estar al lado de su hijo… Había hecho el sacrificio de trasladarse a la casa de León que era un destierro, un verdadero destierro… Su corazón de madre no vacilaba ante —208→ ningún sacrificio… ¡Pero ir a espectáculos, presentarse en los jardines cuando todo el mundo sabía que el pobre Luis seguía padeciendo…! Verdad es que estaba mejor, mucho mejor; no había más que verle la cara; pero, a pesar de esta mejoría, ella, la infeliz, la atribulada marquesa, no podía pensar en diversiones ni en música… Y no es que su pobre espíritu no necesitase algún esparcimiento… Bien conocía ella que sí lo necesitaba; ¿y qué solaz más puro que un poco de buena música?… Pero no podía decidirse, no. Hallábase encadenada por su tristeza, y encariñada con ella en tal manera, que no se podía desligar de sus fatales brazos, y padeciendo como padecía, la misma pena la ataba con fuerte lazo a la persona de su querido enfermito.

A estas razones, la de Rioponce contestaba con otras; que el pensamiento humano y el lenguaje suministran infinito caudal de razones para todos los casos de la vida.

Era evidente, como la luz del día, que Luis Gonzaga estaba mejor, ¿qué mejor?, fuera de peligro… Lo anunciaban su faz animada, sus ojos llenos de serenidad y el desembarazo con que por el jardín paseaba y el tono festivo de su voz pronunciando a menudo palabras alegres… ¡Oh! Sin género de duda, la marquesa podía salir, podía ir al Retiro —209→ ¿por qué no? ¿No debía ella mirar también por su salud? ¿Era acaso prudente dejarse dominar por una tristeza infundada? Los mismos altos deberes que estaba cumpliendo heroicamente junto a su hijo exigían de ella el cuidado de su propia salud para poder continuar en su gloriosa faena de solicitud y de cariño. Dios no exigía tampoco una abnegación exagerada, anti-higiénica, y gustaba de que en la corona de espinas del sacrificio se introdujera de vez en cuando alguna florecilla.

Este razonar habilidoso y la querencia del festejo que hacía palpitar su corazón matritense, decidieron a la pobre Milagros. Pero los inconvenientes surgían a cada instante. Además de que no tenía gana, absolutamente ninguna gana de ir, érale preciso vestirse, para lo cual tendría que ir a su casa.

¡Qué tontería! ¡Si estaba bien, perfectamente bien, así! No necesitaba más. Ella tenía el singular don de estar siempre bien, de cualquier modo que estuviese, y aquella noche, fuerza era confesarlo, se había puesto elegantísima, cual si su corazón presagiara un fausto suceso.

Por último, los ruegos de su hijo la decidieron, bien a pesar suyo.

-Iré nada más que por darte gusto, hijo mío -dijo con mucho cariño.

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Luis arrancó dos rosas del rosal más cercano y se las dio a su madre para que se las pusiera en el seno.

-Ya sé que te gusta esta clase de adorno, que es el más sencillo -le dijo sonriendo.

-No voy más que por no desairar a Rosa -añadió la madre- y por complacerte a ti. Yo soy de tu escuela, querido hijo; obediencia y hacer alguna vez lo que no nos agrada. Adiós.

-Adiós, mamá.

Poco después, el coche de la de Rioponce se alejaba, arrastrando a la marquesa hacia aquel resplandor de luces de gas que iluminaba la neblina formada por el polvo de los paseos y las evaporaciones caniculares.



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ArribaAbajo- XX –
Un drama viejo, viejísimo


-Mi querida María, ¿estamos solos? -dijo Luis, estrechando contra su pecho las manos de su hermana.

-No -replicó ella con desasosiego, mirando una sombra oscura que avanzaba del otro lado del jardín-, allí está… Viene.

Después de observar un rato, añadió:

-Pero se ha vuelto; se pasea… Parece que no se atreve a acercarse… parece que te tiene miedo, Luis, o si no miedo, un respeto, un respeto… Su conciencia no podrá estar serena delante de ti.

-No seas tonta… ¡respeto a mí!… ¡a mí que soy una miserable criatura!… Además, los hombres como tu marido no respetan nada ni a nadie. En su interior hará burla de nosotros.

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-Eso sí que no -dijo María con firmeza-. Yo te aseguro que no se burla de nosotros. León es bueno, y si creyera, si creyera. ¡Dios mío!… ¿Ves? Ahora parece que vuelve otra vez; pero se retira.

-Está triste -dijo Luis, observando la sombra que allá lejos vagaba lentamente como alma en pena-. Parece que una gran desgracia le abruma, y, sin embargo, tiene salud, es rico, posee todos los bienes del mundo. Mírame a mí, enfermo, muriéndome, desligado de todo, pobre y olvidado, y, sin embargo, estoy alegre; mi alma experimenta esta noche una calma dulce y un placer… es como si una mano suave y blanda la levantara en los aires.

Después, acercando el rostro al de su hermana y mirándole a los ojos, le dijo:

-Hermana querida, yo me voy a morir.

-Por Dios, no digas eso, hermano -repuso ella con afán-. Si estás mejor, si te curarás…

-No me gusta oír en tu boca los necios consuelos propios de los médicos y de los que no tienen verdadero espíritu cristiano. Yo me muero y estoy alegre de morirme. Esta mañana, cuando oí misa, pareciome que una voz celeste me anunciaba mi próximo fin. Desde entonces nació en mi alma este júbilo que ahora siento. Todos mis pensamientos hoy han sido de gozo y felicitación por el bien que —213→ anhelo. He entonado un Te Deum, y me he alegrado tanto, tanto, que al fin he temido que este excesivo contento escondiese algo de amor propio y ofendiese a Dios.

-No te morirás, no te morirás -dijo María, acariciándole la cabeza.

-Tu alma, contaminada del mundo, no comprende la deliciosa vida del morir. Entiendes las palabras en ese sentido estúpido que les da el Diccionario y la conversación de los pecadores. Regocíjate por mi muerte, mujer, regocíjate como yo y así aprenderás a desear la tuya. ¡Ay!, ¡hermana mía! Un solo sentimiento empaña mi alegría, un solo interés mundano me ata todavía a mi horrible envoltura. ¿Sabes cuál es? Acerca más tu silla a la mía: no puedo alzar la voz.

Los dos sillones de mimbre se tocaron.

-Mi sentimiento es considerar que tu preciosa alma, gemela de la mía, como tu cuerpo, se quedará aquí en peligro de ser contaminada, más contaminada de lo que ya está… Esta idea me perturba en mi última hora, y aunque espero alcanzar mucho del Señor pidiéndole por ti, no estoy tranquilo.

-¡Yo contaminarme!… ¿de qué? Tú no conoces bien mi carácter, ni el heroísmo y constancia con que defiendo mi fe, mi pobre fe pequeñita y humilde, que no es más que un reflejo —214→ de la tuya, grande y brillante como el sol. No temas por mí. Ya te he dicho que no hay peligro; ya te expliqué bien que, amándole como le amo, me mantengo siempre a una distancia infranqueable. Él ha querido salvar este abismo. Yo lo he querido también y lo he deseado; pero, después de lo que tú me has dicho, comprendo que es imposible sin un milagro de Dios.

-No milagro, sino un acto especial de su misericordia… y este acto debes esperarlo. Pídeselo a Dios constantemente, y al mismo tiempo no desatiendas ni un día, ni un instante, la obra querida de tu salvación. Conságrate a salvarte, María; haz de tu vida terrenal un escabel puro y simple para tu subida a los cielos; cultiva la vida interior, refuérzate con una devoción perenne, ármate de paciencia y corónate de sacrificios, porque tu situación es mala, careces de libertad, te hallas unida, por fatal error de tu juventud, a un hombre que hará esfuerzos colosales por apartarte de la única senda que lleva a la gloria eterna… De modo, hermana queridísima, que tu trabajo ha de ser doble, tus afanes inmensos, sudarás sangre, beberás hiel, sufrirás esos desgarradores martirios internos que hacen más daño que el fuego de una hoguera… ¡Pobre hermanita de mi alma!… ¡Ay!, cuando —215→ los Padres me mandaron a Madrid, tuve gran pena y dije: «¿A qué me mandan a ese lugar de pestilencia? ¿Por qué no me dejan morir en paz aquí?…». Ya me resignaba a obedecer, cuando un pensamiento súbito me iluminó, y pensé así: «De seguro el Señor me envía por ese camino con algún objeto piadoso». El objeto lo vi pronto… el objeto era que esta voz, pronta a callar para siempre, perdiendo el son vano del mundo, dijera algunas palabras importantes a una bella y candorosa alma que el Señor considera como suya. Bien sabe Dios que eres tú lo que más amo en la tierra; nos criamos juntos, y nuestras inclinaciones, como nuestras caras, se parecían; a los dos nos gustaba la vida espiritual, y en la edad en que todos los niños juegan, nosotros quisimos ser martirizados. Nuestra vida en aquel adusto pueblo de Ávila echó el cimiento en que luego cada cual debía edificar su piedad. Mi vocación sacerdotal preservome al instante del contagio del mundo. Tú caíste, tú te alejaste de la senda de luz y te metiste en la oscuridad, y en la oscuridad, cuando los ojos de tu alma estaban ciegos, te casaste… ¡Y con quién! ¡No vitupero el matrimonio, que es santo también, sino tu elección! Pero los grandes gérmenes de tu alma fructificarán a pesar de todo; sí, fructificarán, hermana mía… Yo, —216→ por especial favor de Dios, he venido a morir en tus brazos; he sido mandado para que me veas y me oigas…

-¡Bendígate Dios mil veces! -exclamó María Egipcíaca con efusión-. Yo creí que allá en tu santo retiro no sabías nada de lo que aquí pasaba; yo creí que ignorabas las ideas de mi marido…

-Allá lo sabemos todo. Yo conocía sus obras, sus ideas, su carácter, y tenía noticia de su exterior amable y de sus cualidades relativamente buenas… Sabía los vicios que devoran a nuestra desgraciada familia, vicios de los cuales tú y yo no debemos hacer un secreto. Nuestro pobre padre no vive como un prócer cristiano; nuestra mamá pone mucha atención desmedida en las vanidades del mundo. Leopoldo es un joven disoluto, enfangado en la corrupción; y Gustavo, aunque defiende con brío la causa de Dios, hácelo con cierta ostentación mundana y más bien por orgullo que por el celo religioso. Los cuatro han olvidado que la hermosura, la gloria humana, las riquezas, los honores, el aplauso no sirven al fin para otra cosa que para los gusanos, que todo se lo comen, y que cuantos afanes se pasen por lo que no sea provecho del alma, son en beneficio de los mismos feos gusanos. Sólo tú te me apareces con algún carácter de santidad y virtud que —217→ descuella entre esta podredumbre; pero aun tú, con ser tan superior a los demás, no estás exenta de gran mal y expuesta también a perder tu alma.

Al decir esto se le extinguieron súbitamente las palabras en la garganta como si una mano invisible le hubiera agarrotado.

-Me ahogo -murmuró con sordo gruñido, echando la cabeza atrás-. No puedo…

Apenas podía respirar, y su cuerpo se contrajo con dolorosas ansias en el asiento.

-León, León -gritó María llena de susto.

-No es nada… no llames -dijo con mucho trabajo Luis, empezando a recobrar el uso de sus gastados pulmones-. Creí que había llegado el momento… No tardará. Dame tu mano; no te separes de mí.

Acercose León.

-No es nada -le dijo su cuñado-. No hay que asustarse… Creí que me moría; pero no es hora, no; aún tengo algo que decir.

Los tres guardaron profundo silencio.

-Este sitio no es bueno -dijo León-. Ha estado toda la tarde abrasado por el sol, y parece un horno. ¿Quieres que te pongamos al lado del Naciente, donde está un poco más fresco?

-¡Oh! Sí… es la parte mejor porque no se siente el bullicio de la calle ni ese vaho de ciudad populosa que aturde.

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Levantose y anduvo algunos pasos ágilmente con su hermana, mientras León trasportaba los dos sillones; pero antes de llegar, el enfermo se encontró súbitamente sin fuerzas, y apoyado en el brazo de María, vacilaba como un ebrio.

-¡León, León, por Dios, acude!

Sostenido entre los dos, el pobre joven ocupó su asiento en el costado oriental del jardín, y podía contemplar desde allí gran extensión de cielo estrellado, dominando la estepa.

-Esto me recuerda -dijo el colegial poeta recobrando la respiración- nuestro querido páramo de Ávila, aquella imagen admirable del destino del hombre, aquellas noches sublimes formadas de un suelo desierto y de un cielo fulgurante, como si quisiera representarnos un árbol misterioso del cual no se ven sino las raíces y las flores… lo mismo que aquí, ¿ves? Las raíces abajo; las flores arriba; las penas acá, allá las corolas eternamente abiertas, exhalando el aroma de la dicha sin fin.

Después calló. Oíase tan sólo su respiración fatigosa. Miraba al cielo, cual si estuviera contando las estrellas como hacía en su niñez. María parecía rezar en silencio. León tomó el pulso a su cuñado, le tentó la frente, observole después largo rato.

-Estoy bien -dijo Luis sin mirarle.

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Poco después León se alejaba. Sus pasos hacían sonar la arena del jardín con ese rumorcillo campesino que a veces supera a la más bella música. Cuando la rápida disminución del ruido indicó que el dueño de la casa había doblado el ángulo del jardín, Luis llamó a su hermana.

-María -murmuró sin mover la cabeza.

-¿Qué?

-Pronto, muy pronto, hermana mía, atravesará mi alma por entre esos ejércitos de estrellas que parecen estar ahí para aclamar a las almas que pasan triunfantes… ¡Oh!, ¡qué puro y celestial gozo siento dentro de mi espíritu!… ¡Si yo pudiera comunicarte este gozo, si yo pudiera hacerte comprender cuán hermoso es arrojar este fardo insoportable y volar solo, libre, hacia esa inmensidad iluminada para las eternas fiestas de los justos; volar solo, libre, sin arrojar siquiera una mirada sobre este muladar del mundo!… ¿Ves esa maravillosa arquitectura de luces? Si son tan bellas éstas que ni siquiera merecen compararse al polvo que huellan los bienaventurados más arriba, ¿cómo serán las que coronan a María Inmaculada, allá dentro, en lo más alto, en lo más hondo, allí donde nuestra mirada no puede llegar?

-Por Dios, hermano querido -dijo María —220→ con afán-, no hables mucho, sosiégate… estás excitado…

-Hermana, yo te hablo como el prisionero que aguarda el instante de su liberación, y tú me respondes con el lenguaje vulgar, estúpido, de los médicos… Desgraciada ilusa, ¿qué me importa a mí la salud del cuerpo? La vida del pobre insecto que pasa y se posa en nuestra cara para picarnos me importa más que la mía. ¿Y cómo quieres que haga caso a esos inútiles cuidados tuyos, cuando sé que mañana…?, sí, hermana querida, mañana, después de oír la santa misa y de recibir al Señor, daré mi adiós a la tierra… Estoy seguro de ello, me lo dice la misma voz que tantos anuncios certeros me ha hecho en mi vida de meditaciones, y… no lo dudes… es una visión… un anuncio divino… Mañana, mañana.

María estaba absorta, espantada. El rostro de su hermano era como el de un cadáver que recobrase milagrosamente la mirada y la palabra. Ella no se atrevía a apartarse de él un momento. El padecimiento del joven la alarmaba, y al mismo tiempo seducían de tal modo sus ardientes palabras que no podía separarse de allí.

-Oye de tal modo mis palabras -le dijo Luis tomando sus manos-, que suenen en tus —221→ oídos mientras existas. Son las últimas exhortaciones de tu hermano moribundo y feliz, y si no tienen autoridad por mi persona, tiénenla por mi muerte, porque en todo moribundo hay algo de profeta. María, reconozco que hasta aquí has hecho algo para salvar tu alma; reconozco que has entrado en el buen camino, practicando, además de las devociones que a todos obligan, otras particulares, consagradas a la Santísima Virgen y a los santos; pero eso no basta, hermana mía; eso no es nada, mientras continúes consagrando parte de tu atención a las vanidades y engaños del mundo. Esas devociones que ahora se estilan y que permiten frecuentar los teatros y tertulias, vestirse con insultante lujo, pasear siempre en coche, fomentar la superchería y presunción, son verdaderas comedias de piedad. Reforma completamente tu vida: fuera mundo, fuera galas, fuera pompas, fuera lujoso vestir, fuera refinamientos de comodidades, fuera coches, fuera elegancia y anhelo de parecer bien.

Al decir esto, hacía con la derecha mano el gesto de arrojar lejos sucesivamente las cosas que iba nombrando.

-Desea parecer mal -añadió con febril elocuencia el arrebatado santo y poeta-; desea que se burlen de ti; desea hasta ser calumniada; —222→ desea que te llamen ridícula e insociable; desea el olvido, el desprecio de todo el género humano. No quieras nada de aquí, para tener todo lo de allá… Juntos nacimos: así como en el vientre de nuestra madre estuvieron unidos nuestros cuerpos, estén unidas nuestras almas en la vida inmortal. Seamos gemelos de la eternidad, hermana querida. ¿Quieres serlo, quieres estar eternamente unida a mí delante de Dios, quieres que nuestros méritos se confundan en uno y que de las alabanzas cantadas por tu boca y la mía no resulte más que un solo himno?

-Sí, sí -exclamó sollozando María.

Arrojose en brazos de su hermano, que abrasado por la fiebre parecía delirar. También el cerebro de la hermana ardía, encendido al choque de aquel cometa flamígero que pasaba por ella en lo más crítico de su vida.

-Sí, sí -añadió regando de ardientes lágrimas el pecho del enfermo-; quiero volar unida a ti eternamente, ser tu hermana gemela, y salvarme como tú, y tener el mismo grado de bienaventuranza que tú tengas.

-Pues bien -dijo Luis entre secas toses-. Tenme siempre en tu memoria. Yo me voy, pero te queda mi espíritu, te quedan mis palabras. Óyeme bien: tu esposo, corrompido por sus ideas filosóficas y por la negación de Dios, —223→ será siempre un obstáculo terrible a tu santidad. Debes vencer este obstáculo sin faltar a los deberes que te ha impuesto el sacramento. ¡Oh!, no es posible imaginar situación más difícil. Pero creo poder señalarte el verdadero camino. Entre él y tú no puede haber jamás sino la unión exterior, y vuestras almas estarán separadas por los abismos que hay entre el creer y el no creer. Amor verdadero de esposos no puede existir entre vosotros. Pero tu piedad te impide al mismo tiempo aborrecerle. Ámale, pues, con esa estimación general que merece el perjuro, según la ley de Cristo. Obedécele en todo lo que no contraríe tus hábitos de piedad. Reconociéndole dueño y señor en todo, no permitas que tu conciencia católica sea esclava de su arbitrariedad atea. No le faltes al respeto, no le injuries, y ruega a Dios por él todos los días, a todas horas, con fervor contrito, sin olvidar a nuestros padres, a nuestros hermanos, que también merecen intercedamos por ellos… El Señor no te ha concedido hijos. ¿No ves en esto una maldición echada sobre tu matrimonio? Es una maldición, sí, y al mismo tiempo, con respecto a ti, un favor especial, porque haciéndote estéril, el Señor te demuestra bien claro que te quiere para sí, te demuestra su deseo de que a él te consagres y le honres. Estos dos pobres gemelos —224→ tienen mucho que agradecer a la misericordia de Dios.

-Mucho que agradecer -exclamó María, dejándose arrastrar por el torbellino- pero tú eres un santo, yo una pecadora.

-Tú serás como yo y más que yo, porque padecerás, lucharás, y tu triunfo será por esto más meritorio… No teniendo hijos, puedes consagrarte por completo al cultivo de la vida interior. Rompiendo absolutamente con el mundo, nada puedes temer, y la absoluta disconformidad en ideas que hay entre ti y tu esposo te da la completa libertad interior. Si en cosas de la vida quiere ser tu tirano, sé su esclava; pero si en cosas del alma quiere dominarte, oye sus palabras como oirías el ruido de la lluvia. Si te castiga de obra, sufre en silencio; si te abofetea, pon la otra mejilla; pero si con palabras insidiosas o con cariños diabólicos quisiera introducir en tu mente alguna idea herética, cierra tus oídos, huye de él en espíritu. Aceptando la esclavitud que te imponga, hazte libre en espíritu. Si no te permite ir a la iglesia no vayas; suple con meditaciones constantes y oraciones internas muy fervorosas la falta de culto en la iglesia. Si te permite ir a ella, ve lo más que puedas, y aspira al estado de perfección que te permita recibir la Eucaristía todos los días. Si él no solicita —225→ tu compañía, no solicites tú la suya. Si él aspira a estar en todas tus acciones, haz que esté siempre yo presente en tus pensamientos. Interésate por su salvación, pero no olvides ni un instante la tuya. No le exhortes con palabras a convertirse, porque se irritará más su ateísmo, y porque los mejores argumentos serán tus virtudes y tu humildad. Por ningún caso consientas en tomar parte en saraos dentro ni fuera de tu casa, ni tengas amistades de ninguna especie. Ya que no puedes convertir su hogar en un santo asilo, no consientas en él el menor escándalo. Una orgía o tertulia de hombres irreligiosos te autorizará para huir de tu casa. Y si algún día Dios quisiese tocar el corazón de tu infelicísimo esposo e iluminar su inteligencia; si ese hombre confesase la religión verdadera, entonces le propondrás la separación de cuerpo, para que yendo cada cual a una casa conventual de su sexo, consagren separadamente el resto de esta vida mortal a alcanzar la eterna.

-¡Oh!, hermano mío -exclamó María con exaltación-, no puedo creer sino que Dios mismo habla por tu boca.

Luis estrechó en sus brazos la preciosa cabeza de su hermana. Después estiró el flaco cuello, y gimiendo con horrible ansia de aire, parecía que toda la vida se paraba en él. Sus —226→ ojos se revolvieron en las órbitas, cerrándose después como si los deslumbrara un resplandor insoportable. De su pecho salía un soplo ronco y seco.

-León, León -gritó María llena de pavor.

Pero todo estaba en silencio; no se sentían pasos.

-León, León… Eso no es nada -añadió la hermana, acercando su rostro al del colegial poeta y procurando reanimarle con palabras.

Después volvió a llamar a su marido. Pero este no se hallaba en el jardín. No se sentían voces de criados, ni otro rumor que el de la calle, donde jugaban los niños de la vecindad, y algunos ladridos de perros vagabundos que andaban por los tejares. Ni el más leve soplo de aire movía las hojas de los árboles: todo estaba quieto, con no sé qué expresión de ansiedad pavorosa. Hasta las estrellas le parecieron a María atentas y sin fulguración, cual ojos llenos de espanto. Revolvió sus miradas en derredor, y tuvo miedo al verse tan sola con su hermano, que, al parecer, se moría. Volvió a llamar, y al fin sintió los pasos de su marido, que tranquilamente llegaba.



—227→
ArribaAbajo- XXI –
Batiéndose con el ángel


El hombre a quien hemos visto casi siempre sombrío y mudo en presencia de los acontecimientos y de las personas, desempeñando con el fastidio del actor cansado, un papel pasivo hasta ahora; este hombre que no nos ha revelado aún sino parte muy poco considerable de sus pensamientos, hallábase aquella noche más metido en sí que de costumbre y muy deseoso de hablar consigo mismo. Luego que llevó el sillón del enfermo a la banda de Oriente dio la vuelta en derredor de la casa. Oyó cuchicheo de criados en la verja, y risa de fregonas y doncellas, que, sentadas tomando el fresco de la calle, recibían las galanterías de los cocheros del hotel vecino. Incomodábale aquel rumor, y siguió adelante por la calle tortuosa trazada en el césped. Sentado en un —228→ banco del costado Norte, con los ojos vueltos al cielo, permaneció largo rato, el codo en el respaldo, la nuca en la palma de la mano, el cuerpo extendido con pereza y abandono.

Era astrónomo. Buscaba algo que le distrajera de aquel dolor continuo que no dejaba respiro a su alma. ¿Qué mejor descanso que mirar al inmutable cielo, que parece un símbolo majestuoso de nuestro superior destino y es, por la constancia y orden de sus giros, un emblema de la eternidad? El espíritu entristecido se lanza a aquel mar sin orillas como a su patria natural, y goza recogiendo las incomprensibles distancias y mirando cara a cara los espantosos tamaños.

Allí enfrente y arriba, fija, sola, quieta en apariencia, no muy grande, presidiendo como en un trono el decurso eterno de las demás estrellas, vio León a la Polar, primera letra del libro del firmamento. Las dos Osas le hacen la corte; la pequeña rodando junto a ella; la grande, arrastrando su magnífica cola en grandioso círculo. Casiopea, Cefeo, el Dragón, la enorme Cruz del Cisne, atrajeron sucesivamente su mirada, y por último Vega, estrella hermosa, con no sé qué centelleo melancólico y elocuente. Es tan linda que nos dan ganas de cogerla, y la cogeríamos si tuviéramos un brazo un millón trescientas treinta —229→ veces más grande que el brazo que necesitaríamos para encender nuestro cigarro en el Sol. Más hacia Occidente vio el lindo corrillo de estrellas de la Corona Boreal, que parecen darse la mano para danzar en círculo, persiguiendo siempre al hermoso Arcturus, uno de los soles más bellos y más grandes, que fulgura sereno, claro y como sonriente, con vanidad de su propia belleza. Era tarde, y mientras Arcturus declinaba hacia el Ocaso, aparecía por la derecha el Cuadrado de Pegaso, seguido de la infeliz Andrómeda, que se alarga hasta tocar a Perseo; apareció este con la cabeza de Medusa en su mano, y después la Cabra sola en un ángulo del Cochero, sin compañía ninguna, enojada, brillando con rayos que parecen saetas, mirándonos con entrecejo resplandeciente desde la distancia de ciento setenta billones de leguas. Su atención terrorífica echa setenta y dos años de camino para llegar hasta nosotros. No lejos de allí vio el gracioso ramillete formado por las llorosas Pléyades, que parecen huir de los cuernos del rojo Aldebarán… León Roch calculaba por la hora el tiempo que tardaría en aparecer el soberbio Orión, la maravilla más grande de los cielos, seguido de Sirio, ante cuya magnificencia palidece toda hermosura sidérea; después recorrió la región zodiacal buscando la —230→ coqueta Antarés, con hermosa cabeza y garras de Escorpión; se detuvo luego a determinar los sitios de las nebulosas más notables; esparció la vista por la Vía Láctea, donde tiende sus alas el Águila y abre sus brazos la Cruz del Cisne; por un rato se anonadó ante tanta belleza, considerando lo difícil que es para los ojos profanos el considerarla como una polvareda de soles, y por fin… se cansó de mirar al cielo. Reclamado en el fondo de su alma por cuidados de la tierra y por una inquietud y presentimiento inexplicables, levantose del asiento y penetró en la casa.

Pasó de una pieza a otra y al entrar en el comedor oscuro oyó cuchicheo de voces. Eran las de su mujer y su cuñado, que hablaban en el jardín, a dos pasos de la ventana del comedor. Sentose en una silla. Algunas palabras pronunciadas entre tos y tos llegaban a él, como el silabear quejumbroso y suspirón de María cuando rezaba de retahíla. Acercándose un poco a la ventana, oyó más claramente. No era de su agrado aquella suerte de espionaje, pero una fuerza semejante a la querencia lúgubre del crimen le detuvo allí un rato. Sus aterrados ojos miraban el grupo del jardín y su rostro palidecía como el de un reo que oye su sentencia. La misma fuerza de su enojo le alejó al cabo, llevándole a vagar por la —231→ planta baja de la casa, discurriendo por las habitaciones, cuyas puertas y ventanas estaban abiertas a causa del calor. Su figura pasaba, reflejándose de un espejo a otro, y se creería que estos jugaban con ella, arrojándosela y recogiéndola. Asustáronse, al sentirle pasar, los pájaros que ya estaban dormidos, y las cortinas se movieron ceremoniosamente como a la entrada de un gran señor. Al fin dio con su cuerpo en el despacho que ahora servía de gabinete al pobre enfermo, y se arrojó en una butaca, dando descanso a su cabeza en las palmas de las manos. A ratos oíase un murmullo, como si hablara consigo mismo; a veces un apóstrofe cual si con otro hablara. Después se oyó una risilla de desprecio, de burla, o más bien de ira, que la ira, cuando es muy reconcentrada, suele tener erupciones humorísticas, y últimamente verificose en él un fenómeno cerebral bastante común en los momentos en que la ira y el dolor se encuentran actuando a sus anchas sobre el individuo, a solas, en parajes semi-oscuros y silenciosos.

Con los ojos cerrados, (y esto es lo más extraño) creyó ver la misma habitación en que estaba, y se sintió a sí mismo precisamente allí donde mismo estaba. Y vio enfrente una figura japonesa, negra, rígida, recortada y destacándose sobre el fondo de colores inundados —232→ de luz. El cuerpo mezquino se mantenía sentado tieso, cual si de sí mismo fuera inquisidor, y el rostro gelatinoso, cadavérico, contraído todo por el hábito de hacer continuamente los visajes del escrúpulo y de la aflicción mística, elevaba al techo los ojos de esmeralda o los paseaba con indiferencia estúpida por las paredes pobladas de acuarelas, mapas y estampas, y por el suelo cubierto de fino junco.

León había caído en la somnolencia dolorosa a que llega, después de los primeros paroxismos, una pena profundísima que no pudiendo salir a la superficie, corre muy honda por los cauces del alma. Alguien más estaba allí. ¿Quiénes eran los que sentados en derredor formaban como un cónclave terrible? Eran Arcturus, Aldebarán, Vega, la Cabra, Orión, la coqueta Antarés y el imponente Sirio. En su delirio vio León que él mismo se levantaba, arrebatado de coraje y violencia; que corría derecho hacia la delgada figura negra; que sin intimación la asía en sus brazos, gritando: «¡Insecto, has venido a robarme mi última esperanza! ¡Muere, pues!…».

Y el insecto acogotado le dirigía una mirada de indefinible dolor, gimiendo entre los duros brazos, y su débil armazón se quebraba, crujiendo como una cáscara de nuez que —233→ se rompe. «¿Quién te ha llamado a gobernar el hogar ajeno? -le decía León, ciego de ira y haciéndolo astillas-. ¿Quién te autoriza a quitarme lo que me pertenece?… ¿Quién eres tú?… ¿De dónde has venido con tu horrible orgullo disfrazado de virtud?… ¿De qué te vale el desollarte vivo, si no tienes verdadero espíritu de caridad?…». Y el pobre insecto expiraba con contracciones dolorosas, cerraba los ojos para siempre y parecía que sus ajados labios decían: «muero». León, poseído de una cólera delirante, le apretaba más, y la víctima menguaba entre sus brazos: ya no era más que un negro manojo de zancas secas, de manos estrujadas y un caparazón roto como el juguete de cartón en manos de un niño… Pero de pronto las estrellas prorrumpen en espantosa risa y huyen, buscando cada cual su sitio arriba; el desbaratado cuerpecillo se deshace de los brazos asesinos, se transfigura, se engrandece, se torna de humilde en poderoso, de mezquino en fuerte; vésele alzarse y elevar la frente rodeada de luz, extender de su cuerpo negro alas esplendorosas, alzar del suelo los pies blancos y desnudos sin un grano de polvo de la tierra, y levantar el brazo formidable y musculoso, cuya mano empuña una espada de fuego.

León echa mano al cinto. También él tiene —234→ su espada de fuego y la saca, blandiéndola en el aire con amenazadora presteza.

«Menguado, ¿crees que te amo?».

«¡Atrás, impío!».

Y entre los dos, iluminado su bello rostro por el resplandor de las espadas, apareció María, mundanamente hermosa, mal veladas sus gracias voluptuosas, con los ojos encendidos de amor y la boca fruncida por un mohín de mojigatería.

«¡Colegial, dejámela!, ¿no ves que es mía, no ves que la amo?».

«¡Atrás, impío!».

…………………………………………………………………………………………………………………………………..

-¡Oh!, ¡qué necia estupidez! -exclamó León, pasándose la mano por su frente, cubierta de sudor frío y desechando la obsesión terrible.

Claramente oyó entonces la voz de su mujer, que le llamaba. Aquel León, León sonaba en su cerebro como una campana tocando a rebato. Levantose, y lentamente, sin precipitación, con una parsimonia cruel y en cierto modo vengativa, se dirigió al jardín.



—235→
ArribaAbajo- XXII –
Vencido por el ángel


-No, no es nada -murmuró Luis Gonzaga cuando vio cerca al marido de su hermana-. Una congoja algo más fuerte que las demás. Mañana…

León le miró sin tocarle, a dos pasos de distancia, mudo, sombrío y acordándose de su pasada obsesión, tuvo miedo de sus sentimientos.

-No -dijo para sí- no es más que antipatía, que se ahogará en lástima, porque este desgraciado se muere.

Luis tomó la mano de su hermana, y con voz débil, incorrecta, desigual, entre solemne y festiva a causa del súbito calenturón fulminante que le devoraba, le dijo:

-El mayor peligro a que estarás expuesta será que te propondrán transacciones, acomodamientos… —236→ Prevente contra este lazo de la impiedad, que es una trampa cubierta de rosas, hija mía. No, entre el creer y el no creer no hay arreglo posible. ¿Concibes tú reconciliación entre el salvarse y el perderse para siempre? No hay término medio entre lo temporal y lo eterno. Huye de los arreglos, no cedas ni un ápice de tu firme y glorioso terreno. No se puede ser religioso a medias. El que deja de serlo por completo, ya no lo es. Nuestro Señor ha querido que esta obra admirable sea tal, que el que de ella quitase la más mínima parte, al punto queda fuera de ella… Cuida de evitar la pérfida trampa… Es el tema predilecto del siglo, y ha lanzado más almas al infierno que la misma impiedad… Acuérdate de mí, piensa en mí, tenme presente, no olvides que he venido a salvarte, a llamarte al camino de la verdad y a morir en tus brazos para que mi memoria sea más duradera. Dios nos envió juntos al mundo, y juntos nos quiere ver, alabándole al pie de su trono de gloria. María, María…

-Sosiégate, hermano, sosiégate -dijo María aterrada y llena de angustia.

Luis abrió los ojos con viveza, y mirando a León, dijo con desvarío:

-Me parece que aquí hay alguien. María, ¿no es un hombre lo que veo?

—237→
-Es León, es mi marido… Llamemos al instante al médico… ¿No te parece, León?… Los criados ¿dónde están?

María corrió a llamar; pero su hermano la detuvo, asiéndole fuertemente el brazo.

-No me dejes solo… -murmuró-. Has dicho que tu marido… Dios mío, Dios mío, ¿qué idea es esta que me turba?… ¿Es este escrúpulo pueril, como tantos que me han mortificado, o indicación de la conciencia? Dime tú, ¿qué es?… ¿Está aquí León?

Marido y mujer callaron.

-¡Qué idea!… ¿Le habré ofendido? No; he dado a mi hermana los consejos que me dictaba la piedad. Dios ha hablado dentro de mí. Dios, Dios… Es escrúpulo; pero aun los escrúpulos deben atenderse. ¡Ah!, ¿está aquí el buen Paoletti?

Sus ojos extraviados se fijaban en León.

-Padre Paoletti, ¿habré ofendido a mi cuñado?

Después, como si hubiera oído una respuesta, añadió:

-Es verdad, no puedo haberle ofendido; y por si le ofendí, mañana le llamaré a mi lecho de muerte y le pediré perdón. Al mismo tiempo repetiré a María las advertencias.

-Llevémosle adentro -dijo León.

-Llamemos a los criados -balbució María, —238→ balbuciente.

El enfermo apartó los brazos de su hermana cuando se dirigían a acariciarle, y con voz torpe dijo:

-Dejadme aquí… Siéntate a mi lado.

María se sentó. Sus cabezas casi se tocaban.

-Mañana, mañana, cuando haya recibido al Señor en mi humilde morada, le entregaré mi alma… ¡Pero qué frío hace! Está nevando, ¿no es verdad?

Revolvió una mirada atónita por todo el espacio.

-No brillan las estrellas -murmuró con un ronquido-. ¡Oscura noche, precursora del día claro y grande! Mañana, hermana, mañana pediré a todos perdón y me dormiré en el seno del Señor… Si vieras qué bien me encuentro ahora… qué dulce reposo siento… Pero me da pena… porque el temor de que esta mejoría alargue mi vida… Yo no quiero salud, yo no quiero estar mejor, yo no quiero sino dolores, ansiedad, ahogarme, estremecerme y morir… Este bienestar que ahora… siento…

Su cabeza se fue inclinando lentamente del lado de su hermana, hasta que cayó sobre el hombro de esta, como si le rompieran las vértebras del cuello.

Cerró los ojos; de sus labios salió leve suspiro, —239→ y se murió como un pájaro que se duerme.

-Se fue -dijo León examinándole.

María abrazó a su hermano y sostuvo el cuerpo, que pesadamente se inclinaba hacia la tierra, y cuando los criados, acudiendo a las dolorosas voces del ama, trasladaron al muerto a su lecho, María le besó ardientemente, inclinando su cabeza sobre el cuerpo rígido. León, no convencido aún del fallecimiento, acudió a tocarle las sienes, el pulso, a hacer la prueba del espejo. Entonces María se incorporó enérgicamente, y rechazando a su marido con el nervioso gesto, con los ojos llenos de terror y de lágrimas y con la voz apasionada y furibunda, exclamó:

-¡Malvado! ¡No le toques, no le toques!

Madrid. Mayo, Junio, 1878.






FIN DE LA PRIMERA PARTE




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